El adjetivo “decente”, en la acepción usada en el título, es de fácil comprensión para quienes conocen la terminología usada por la Organización Internacional del Trabajo. En absoluto tiene que ver con un reproche para quienes practican el “oficio más viejo del mundo”, que al decir de Engels no era tan antiquísimo, sino que había nacido paralelo con la monogamia y los pinitos de propiedad no colectiva. O sea, nada de indecencia moralista está presente en ese calificativo.

Al cumplir 80 años de fundada, en 1999, la OIT tenía como director general a un demócrata cristiano chileno: Juan Somavía, primer suramericano en ocupar tan elevada función y por un largo período de cinco lustros, luego de dos reelecciones. Es él quien acuña ese términó al ponerlo como título de la memoria que presenta para ese año. Y con ese concepto quiere introducir un cambio. Busca sustituir el enfoque institucional de los 39 programas que hasta ese momento manejaba la OIT, para resumirlos en cuatro objetivos estratégicos: a) los derechos en el trabajo, b) las oportunidades de empleo, c) la protección social y d) el diálogo social.

La OIT luego lo explica en términos un poco más amplios: “Trabajo decente es un concepto que busca expresar lo que debería ser, en el mundo globalizado, un buen trabajo o un empleo digno. El trabajo que dignifica y permite el desarrollo de las propias capacidades no es cualquier trabajo; no es decente el trabajo que se realiza sin respeto a los principios y derechos laborales fundamentales, ni el que no permite un ingreso justo y proporcional al esfuerzo realizado, sin discriminación de género o de cualquier otro tipo, ni el que se lleva a cabo sin protección social, ni aquel que excluye el diálogo social y el tripartismo” (cursivas mías).

Destaco esas tres palabras —decente, buen y digno—, pues ellas parecen resumir una intención de presentar el trabajo como algo edificante, enaltecedor, como expresión de lo mejor que puede dar el ser humano al producir un bien o un servicio, y que por ende merece la mejor retribución. En otra ocasión miraremos más a fondo lo concerniente a la “justa” distribución de la riqueza producida.

La actuación de la OIT es, en sí misma, una expresión del diálogo tripartito: gobiernos, empleadores y trabajadores. Aunque con treinta años más que la ONU, forma parte de esta última con su relativa independencia. La fijación de esa estrategia de “trabajo decente” se dio cuando arreciaba la apología a la globalización como generadora de cambios mudiales para “igualar las oportunidades”. Un cuarto de siglo después la igualación es hacia abajo, hacia la miseria, hacia la pobreza, y hacia la creación de abismos entre los estratos más ricos y los más pobres.

Hoy, cuando impera el reforzamiento de los nacionalismos en las grandes naciones industrializadas, la lucha por justicia social y reivindicaciones laborales se ve intercalada transversalmente con la búsqueda real de la independencia y soberanía de nuestros países, lo que posibilitaría una real expansión de nuestras capacidades productivas propias y el poder cubrir la demanda de la población con productos made in Venezuela. Esta es una deuda que tenemos los venezolanos y los sindicalistas debemos hacerla nuestra.

Volviendo al contexto internacional del hecho laboral, resulta que en 103 años de existencia la OIT solo ha dictado 13 veces la máxima sanción contra un Gobierno, por la violación flagrante de convenios que habían sido ratificados por el Estado miembro.

Resulta que la administración gubernamental encabezada por Nicolás Maduro es la decimotercera nación a la que se le aplica la Inquiry Commission —traducida sin mucho acierto como Comisión de Encuesta—, por violentar abiertamente tres convenios atinentes a cuestiones fundamentales: la libertad sindical (núm. 87), consulta y diálogo tripartito (núm. 144) y fijación de salario mínimo (núm. 26).

Un equipo de tres juristas independientes, luego de sustanciar todas las evidencias y pruebas, determinó que la magistratura de Maduro estaba a la par de los sanguinarios militares que gobiernan Myamar, del Chile de Pinochet y del Zimbabue de Mugabe, por poner solo unas referencias. El informe fue concluido en 2018 y cuatro años después casi nada se ha avanzado en atender las recomendaciones propuestas, más allá de las apariencias aspavientosas y publicitarias.

Todo lo contrario, ahora se le ha agregado la más abyecta y brutal violación a otro convenio de importancia capital, el número 98, referido a la contratación colectiva y el derecho a sindicación. Este convenio tiene una estrecha relación con los principios del trabajo establecidos en el artículo 89 de nuestra Constitución: la progresividad e intangibilidad de los derechos y beneficios laborales.

Trabajadores universitarios, maestros, bomberos, enfermeras, médicos, bioanalistas, obreros, policías, jubilados, y hasta personal civil de la propia fuerza armada, ven cómo a lo decretado el pasado 3 de marzo sobre aumento del salario mínimo a “medio petro” —al cual se le mochó su indexación automática, al fijarlo en 130 bolívares— le fue rebanada su aplicación obligatoria en los convenios y contratos colectivos de la administración pública. Se desconocieron olímpicamente las primas por antigüedad y profesionalización, mediante el artilugio convertido en guillotina de la Oficina Nacional de Presupuesto (Onapre). Más de 40 % del ingreso como promedio les fue arrebatado a los empleados públicos de un solo plumazo.

Colofón. Así como un órgano que no se usa tiende a atrofiarse, derecho que no se defiende se pierde. No se trata de un problema que tenga que ver con uno o varios sindicatos, o uno o varios sindicalistas. No. Esta flagrante violación es suficiente motivo para levantar la más amplia unidad y la lucha más resiliente por el derecho a vivir con dignidad. ¡Que la crisis la pague el gobierno, no los trabajadores! La unidad, firmeza y determinación de quienes están agrupados en la Coordinadora Nacional de Jubilados y Pensionados es el ejemplo a seguir, dejando a un lado diferencias políticas o ideológicas.

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