El miércoles 29 de marzo de 2017 Luisa Ortega Díaz, en ese entonces Fiscal General de la República, expone en alocución pública cómo el régimen de Maduro violaba la Constitución, rompía el hilo constitucional y se convertía en un gobierno de facto. A los meses añadiría el practicar el terrorismo de Estado y la violación abierta de los derechos humanos. Basaba su denuncia en dos sentencias irregulares de la Sala Constitucional del TSJ, 155 y 156, sobre potestades de la Asamblea Nacional. O sea, el inicio de la dictadura de Maduro no fue como pensábamos el 18 de mayo del año siguiente —con la usurpación electoral que se consumaría el 10 de enero de 2019— sino en ese marzo del 17.
Tres días después, la indignación de los venezolanos se convertiría en gigantescas y combativas protestas de calle, manifestaciones de todo tipo que mezclaban exigencias democráticas con rechazo al creciente deterioro de las condiciones de vida del pueblo, que veía desaparecer los salarios, los contratos colectivos, la seguridad social, y con ello la posibilidad de adquirir lo más necesario para vivir. Las movilizaciones fueron duramente reprimidas con un saldo de 163 asesinatos y centenares de detenidos y heridos, en sus cuatro meses de duración.
El 5 de agosto Ortega Díaz sería defenestrada del cargo y sometida a juicio por la Sala Plena del mismo órgano violador de la Constitución: el TSJ. No tuvo más remedio que huir del país y del régimen que durante más de tres lustros ella misma contribuyó a levantar. Los siguientes cinco años serían una repetición ad nauseam de la actuación usurpadora, antidemocrática, antihumana y antinacional de la camarilla gobernante.
Ese agosto de 2017 vio renacer una figura gris y burlesca. Es llamado de urgencia un incondicional para ocupar el puesto dejado por Ortega Díaz. Para más abolengo y mérito se las daba de poeta y defensor de derechos humanos desde tiempos prechavistas.
Le correspondería a este eximio personaje exonerar o perdonar a los policías, guardianacionales y “colectivos” que habían accionado contra el levantamiento popular; acusar a los detenidos de “terrorismo, conspiración para delinquir y traición a la patria”, con base en juicios amañados. Además, debía hacerse de la vista gorda ante los actos de tortura y tratos crueles, que Michelle Bachelet denunciaría posteriormente. También debería apoyar la írrita asamblea constituyente que le regaló el nombramiento y dar su visto bueno a las venideras e irregulares elecciones, y por esa ruta cohonestar las acciones infames que se les ocurrieran a quienes administran el país.
Este poeta —a quien los principios y la ética le resultan esquivos— ahora pretende dar lecciones de civismo y ciudadanía, y enaltecer las capacidades gobierneras para descubrir, científicamente, los entramados que se esconden en el crimen y la delincuencia. ¡Qué paradoja! Un régimen que violenta todo el entramado constitucional y legal debe ser ahora redimido porque descubrió cómo unos dirigentes chavistas y corruptos asesinaron brutalmente a Carlos Lanz, personaje de muchas aventuras que termina su vida respaldando este siniestro engendro de la historia.
Mientras pensaba en escribir estas letras, recordaba, en mi descargo, a un verdadero poeta iconoclasta: Charles Baudeliere. Fiel exponente de los “poetas malditos”, mote que le acuñó Paul Verlaine por la atmósfera del mal que se sentía en sus obras. Él mismo confesaba la gran influencia que había ejercido en su verso Edgar Allan Poe, excelso cuentista de sucesos inesperados y del suspenso. Basta con leer Las flores del mal para intuir el espítu contestatario y crítico de Baudeliere, rayano con la insumisión y la desobediencia al establisment. No fue casual su participación en la revolución de 1848 en Francia, de la cual se inspiró Marx para escribir El dieciocho brumario de Luis Bonaparte.
Esta última obra destaca cómo, por azar de la historia, puede “un personaje mediocre y grotesco representar el papel de héroe”, presidente del país de las luces y su último emperador. Luis Bonaparte contaría con el apoyo del lumpenproletariado parisino, organizado en la Sociedad del 10 de Diciembre, que públicamente aparecía como una asociación de beneficencia y cada una de sus secciones secretas era dirigida por un general.
Baudelaire es acusado y procesado por “ofensas a la moral pública y las buenas costumbres” —acá, serían terrorismo e instigación al odio—, para acallar su verbo zahiriente. Se defiende de las acusaciones con una elegancia que sorprende a sus jueces: “Todos los imbéciles de la burguesía que pronuncian las palabras inmoralidad, moralidad en el arte y demás tonterías me recuerdan a Louise Villedieu, una puta de a cinco francos, que una vez me acompañó al Louvre donde ella nunca había estado y empezó a sonrojarse y a taparse la cara. Tirándome a cada momento de la manga, me preguntaba ante las estatuas y cuadros inmortales cómo podían exhibirse públicamente semejantes indecencias”.
Frente a la doble cara y a la arrogancia represiva contra los luchadores populares, debemos recordar a Bob Marley, cuando —dos días después de sufrir un atentado contra su vida— dijo en una presentación musical: “La gente que está tratando de hacer este mundo peor no toma ni un día libre, ¿cómo podría tomarlo yo?”. Ese señoritingo jamás podrá ser recordado como un “poeta maldito”… sino como un poeta servidor de la infamia y la desvergüenza.