Eran como las cinco de la mañana y centenares de escalones lo separaban de la carretera de la Cota 905. No podía llegar tarde porque exponía el récord de asistencia por ese día y hasta podían devolverlo. Llegar a la fábrica en Los Ruices requería varios trasbordos. Además, no sabía si los perdonavidas del barrio —los seguidores de “El Coki”— estaban todavía chambeando. Ignacio tenía miedo.
Una hora antes, en un caserío cercano a Zaraza, el monte y las malezas que se disponía comenzar a limpiar, para montar su conuco, parecían haber crecido demasiado y no tenía certeza de que alguna cascabel anduviera hambrienta por allí, por no haber cazado ni siquiera un ratoncito y lo esperara enrollada para descargar su rabia. Ruperto tenía miedo.
Que fallara la anestesia o no hubiera suficiente suministro de oxígeno en el quirófano preocupaba a la doctora Flavia, pues esa noche le correspondía la guardia nocturna como residente en el Hospital de Lídice. Sabía del antecedente de un colega que debió permanecer escondido doce horas para que no lo lincharan los panas de un motorizado que había muerto en la operación que buscaba salvarlo. Flavia tenía miedo.
Al revisarse el bolsillito de las monedas, se dio cuenta de que no tenía para pagar las fotocopias de las guías, ¡y cómo carajo iba a pasar Química II, si ni siquiera tenía esas copias!, pues la biblioteca estaba tan desabastecida y desactualizada que corría el riesgo de leer autores ya desvanecidos. Además, no tenía plata ni computadora para bajar los megas que se requerían. Bueno, tendría que hacer un cambalache, dándole el almuercito del comedor al pana de la fotocopiadora, para que se las sacase por debajo de cuerda. Agustín tenía miedo.
Sin embargo, pese a los miedos, Ignacio se lanzó a alcanzar la buseta que pasaría por la avenida. Ruperto hacía silbar su afilado machete contra los mogotes que se le atravesaban. Flavia —ya en su carro— doblaba hacia la avenida Sucre para enfilarse hacia los altos donde estaba el hospital, y Agustín se las ingeniaba para investigar a cómo diera lugar. El miedo no detenía la vida. La gente se echaba el miedo a la espalda y asumía su compromiso.
Los miedos hacían que se volvieran más astutos, más capaces, más hábiles, nunca más flojos, apáticos o desdeñosos.
En Venezuela ha crecido el miedo. Hay un Estado que se ha propuesto regar y cultivar plantitas de miedo por todas partes. Apuesta a que el miedo que desea introyectar en los ciudadanos los inmovilice y les cauterice las esperanzas. Los convierta en seres temerosos, sumisos y dependientes del propio Estado en todos los sentidos: económico, social, organizativo, intelectual, educativo, psicológico, afectivo, etc.
Quiere que creamos que este despotismo, esta autocracia —en fin, esta dictadura— llegó para quedarse forever. Que ellos son la tapa del frasco. Nos presenta a militares y policías como si fueran robocops intraficables, dueños de las calles —“con una pequeña ayuda de mis hermanos”: las bandas delincuenciales y paramilitares—, imperturbables ante los gritos y consignas por libertad, vivienda, salario, contrato, presupuesto universitario.
El gobierno ha delegado en su mejor hombre de armas la lucha contra una población que —con la guía de los trabajadores— comienza a despertar del letargo y la desesperanza construidos estos últimos tiempos con las astucias y mañas del manejador del aparato del Estado.
El General Miedo —que no se llama Vladimir, por si acaso—acaba de tomar posesión de su alta investidura y se prepara para impartir, al frente del alto mando, las órdenes necesarias. Ha dispuesto que en las colinas circundantes de las marchas de protesta se instalen baterías artilladas con los últimos propulsores de falsedades mediáticas mil veces repetidas, siguiendo los consejos del asesor Goebbels.
En los flancos costaneros de las discusiones contractuales se colocarán pequeñas unidades armadas de dragonovs cargados con proyectiles de “salario social” y bonos. Tanto a sotavento como a barlovento de los pliegos conflictivos de educadores, médicos y otros profesionales, habrá siempre presente algunos batallones de guardia territorial, armados con kalashnikovs cuyas cacerinas portan 32 empresas socializadas y quebradas.
Los caminos reales y también las veredas de fundos, hatos, haciendas y similares serán custodiados con helicópteros rusos para que a los productores de carne, leche, papa, yuca, maíz no se les ocurra soliviantarse y cambiar estos productos por grito, reclamo, exigencia.
De ñapa el General Miedo —evidenciando que su propio nombre se les ha metido en sus carnes— manda a comprar los instrumentos más sofisticados para interceptar llamadas, chismes, corrillos, y para oír con precisión de un láser a quienes disertan, charlan, analizan o hablan pendejadas, y hasta quisiera hacerse de un aparatico que coarte electrónicamente el pensamiento disidente, las posiciones críticas, las reflexiones no genuflexas, las visiones libertarias… pero xiaomi lo tiene todavía en fase de prueba.
Mientras el gobierno despliega toda esa escalada censora-represiva-restrictora-confiscadora, tanto el mandamás como sus adláteres viven chillando, aterrados, porque el terrorismo mediático amenaza sus vidas, porque hay una instigación al odio, porque se prepara un nuevo golpe-paro terrorista, vía guasá.
Ante tantas acusaciones, un médico cubano, en uno de los pocos módulos de barrio adentro que funcionan, se encontraba desconcertado y —haciendo uso de una dicción que un cumanés no tendría nada que envidiar, en eso de cambiar eres por eles— se preguntaba, mirando a quienes esperaban atención:
—Oye, asere, éstos como que quieren general miedo.