Corría la tercera década de la dictadura de Trujillo en República Dominicana, y el dictador quería taparear y hermosear su régimen por la vía de resaltar el merengue como distintivo nacional. Algo similar a lo de nuestro tiranuelo al promover la “salsa dura” con algunos cultores reconocidos, como Maelo Ruiz.

La década de los 50 del siglo pasado fue muy prolífica en música del Caribe y también en la proliferación de dictaduras en América Latina.

En noviembre de 1954 Alberto Beltrán hacía presentaciones en la Cuba del dictador Fulgencio Batista, y es allí donde graba por primera vez El Negrito de El Batey, composición que había escrito Medardo Guzmán para el cantante Joseíto Mateo, quien fue uno de los artistas que apoyaron los deseos merengueros de Trujillo —postura que le salió muy cara a su carrera artística, pues fue tildado como espía del dictador, como “chivato”; hoy y acá le diríamos “alacrán”—.

Esa pieza catapultó a Beltrán internacionalmente, junto con Todo me gusta de ti, El 19 y Aunque me cueste la vida. Quienes pasan de los 50 saben de lo que hablo.

Guzmán, al tildar de castigo de dios el trabajo, seguramente se guiaba por lo dicho en la Biblia (Génesis 3:19), cuando Adán y Eva fueron expulsados del paraíso y debían ganarse “el pan con el sudor de su frente”, pues ya no podían seguir gozando de las paradisiacas delicias gratuitas. Remacha esta idea cuando dice que “el trabajo para mí es un enemigo”. Saltan de bulto algunas preguntas: ¿por qué el trabajo no enaltece, sino que a mí me causa dolor?, ¿por qué su resultado se enfrenta como un enemigo a la persona que lo hace?, ¿por qué el producto del trabajo es ajeno en su devenir al productor de ese bien?, ¿por qué transformar la naturaleza para ponerla al servicio del ser humano puede verse como algo negativo, algo deplorable en sí mismo?

Esa aversión al trabajo, esa enajenación del ser humano frente a este quehacer vital, se relaciona con el hecho de que el hacedor fue expropiado del producto, puesto que todas las mejores cualidades que pone el hombre en la llamada fuerza de trabajo ya no le pertenecían, pues las vendió al dueño de las maquinarias, del medio de producción. Es el trabajo que magnifica la explotación del hombre por el hombre. El trabajo que sirve para enriquecer a otros.

Entonces, no se trata de un castigo divino, de una maldición, sino de una desafección con esta noble labor del ser humano. El rechazo es muy grande y por ello “el trabajar yo se lo dejo todo al buey”, pues es lo contrario de algo que divierte, que se hace con agrado, con compromiso, con dedicación y esmero, sentimientos y afecciones que sí afloran cuando “se baila el merengue apambicha’o con una negra bien sabrosa”.

Recién recordábamos que la OIT —bajo el lema de trabajo decente— busca dignificar el trabajo, sobre la base de que se respeten los derechos laborales, se creen fuentes de empleo estable y sostenible, y que la remuneración sea lo más “proporcional y justa” posible, además de promover el diálogo y la consulta tripartita. Pese a esas buenas intenciones de resolver conversandito la contradicción antagónica entre patrono y asalariado, la OIT no se opone al derecho a huelga, sino que más bien lo subsume en el convenio número 87, aunque los empleadores a escala mundial tienen años empeñados en quitarle la validez. ¿Los trabajadores verán esas reivindicaciones como suficientes para trabajar de buena gana, para no sentirse como bueyes?

En 100 años produciendo petróleo a gran escala, en el país se acrecentó la cultura rentista y la lucha entre sectores sociales y políticos por apropiarse de un buen pedazo de esa torta, que en cierta forma era como las delicias paradisiacas gratuitas. Esa riqueza —grandiosa durante largos períodos y con algunos booms intercalados— le imprimió unas características muy particulares al trabajo.

En primer lugar, acentuó el poder omnímodo del repartidor de renta y empleador vestido de jefe de Estado, quien actuaba como reyezuelo y déspota. De allí ese presidencialismo que hemos venido cargando a cuestas, sucesor del caudillismo de los héroes militares de la independencia, en detrimento tanto de los héroes civiles como de los “contrapesos” legislativo y judicial —y últimamente el moral—, que mayormente se someten a los deseos del Ejecutivo nacional, salvo raras excepciones.

En segundo lugar, todo se tiñó de rentista: el empresariado poco afanoso, la corrupción del alto y mediano funcionariado —“no me des, ponme donde hay”, “ta’barato, dame dos”—, la política variopinta, la sociedad organizada y, no podía faltar, el trabajo y su consecuente acción sindical. Al influjo de ingresos fiscales tan gigantescos, la pelea era, y sigue siendo, por el reparto de la torta. Por supuesto, siempre existieron posturas opuestas en cada uno de esos espacios: industriales que apostaban al ingenio y la creatividad para sustituir importaciones, empleados públicos probos y con vocación de servicio, organizaciones sociales con gran sentido de autonomía y búsqueda de nobles fines, posturas políticas con propuestas de cambio y transformación social, y también sindicatos esmerados en la defensa de la clase obrera y de los trabajadores, por encima de las coimas y las costas contractuales.

Pérez Alfonso catalogó el petróleo como el “excremento del diablo”, pues sirvió para corromper el estamento político y para debilitar las potencialidades de desarrollo independiente y soberano del país. Para nada sirvieron los ruegos tempraneros de Alberto Adriani y Arturo Uslar Pietri, además de la propia inconsecuencia de los creadores del Plan de Barranquilla y de la Constitución de 1961. Chávez y Maduro elevaron exponencialmente la dependencia del país de ese excremento del diablo —al que se le suman nuevos y valiosos minerales: oro, diamante, rodio, torio, coltán—, remachando aún más la categoría de castigo que tiene el trabajo.

Colofón: Trae buenos augurios la incorporación de nuevos actores a la lucha por la defensa y conquista de salarios dignos, y por el respeto a los convenios y contratos colectivos, incluso algunos recién salidos del oficialismo. No deberían pasar muchos días para organizar una gran y unitaria acción nacional de protesta contra esta política hambreadora. ¡Basta de atropellos de la Onapre y Maduro!

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