“Si nuestra oferta de Twitter tiene éxito, venceremos a los robots de spam o moriremos en el intento. acabar con los robots y los spam. Y autenticar a todos los humanos reales”. Ahora su oferta parece haber tenido éxito. En estricto rigor, estas palabras del hombre más rico del planeta y ahora propietario, se pueden asumir como correctas para la conquista de la libertad plena en la red de microblogging más grande del mundo. Los bots manipulan la opinión, pero los “influencer” y el algoritmo que otorga dicha “influencia”, está también determinado por la empresa. Entonces, salta a la vista el gran debate: ¿Son realmente libres y democráticas las opiniones en las redes sociales?

Tras una puja intensa, Elon Musk ha comprado Twitter este lunes, 25 de abril, luego de asegurar que cree “en su potencial para ser la plataforma para la libertad de expresión en todo el mundo, y creo que la libertad de expresión es un imperativo social para una democracia que funcione». Pero contrario a la democracia accionaria que privaba hasta hoy, el pretoriano cree que su auctoritas bajo el modelo privado individual es la “única esperanza”. “La empresa no prosperará ni cumplirá con este imperativo social en su forma actual. Twitter debe transformarse en una empresa privada», escribió en su oferta por $44 millardos, que finalmente fue aceptada por la empresa, a regañadientes.

Su actuación como de paladín de la justicia brinda a algunos cierto “sabor a victoria” en la demanda social sobre la libertad en la red, que vivió su clímax con la expulsión de Donald Trump de la plataforma de forma discrecional. El expresidente pudiera resultar reivindicado tras esta compra y el cambio que se avecina. En aquella oportunidad los directivos y fundadores de Twitter establecieron unas normas que para entonces no estaban claramente definidas. En estas “normas”, la definición de “democracia” quedó en la exclusividad de la erudición de los propietarios. Es su versión de democracia la que se impuso, pero, ¿hay una genuina diferencia en la versión de democracia que, millones de dólares mediante, defenderá ahora Musk como dueño absoluto de la plataforma?

El fascismo/nazismo, superestructuralmente, da cuenta de un Estado corporativo, expresión más acabada del capitalista total ideal en tiempos de crisis capitalista. El fascismo, en términos de expresión política, es la “cara fea” de la voracidad del capital. Las garras desesperadas del capitalista que se aferra a su riqueza cuando ve caer inevitablemente su tasa de ganancias, mientras se hace cada vez más difícil la sobrexplotación de la clase trabajadora.

En realidad, no existe un Estado burgués que no apele al fascismo/autoritarismo cuando padece el avance de cada crisis cíclica. La fórmula magistral descubierta por la gran burguesía, esa que se hizo la vista gorda en Europa ante el avance inicial de los “Hitler”, desde el Asia de Hirohito hasta la España de Franco, fue permitir el ascenso del fascismo italiano, español, japones y alemán al poder político. Su alquimia fue crear un Estado corporativo al servicio de la facción hegemónica del capital industrial, que no solo garantizaba la unidad manu militari de todos los capitalistas en torno de una misma política, sino que aseguraba el control absoluto de la sociedad para evitar la inminente revolución.

Mientras Chamberlain miraba a los pajaritos, Hitler avanzaba “a paso de vencedores”. Muchas corporaciones y Estados capitalistas veían hasta con agrado aquel avance. Luego, el fascismo ítalo alemán pretendió, como en realidad sucedía desde antes, arrebatarles a otros imperialismos sus “patios traseros”. Fue tarde cuando oyeron el llamado desesperado de los bolcheviques y, tras jugar por carambola a su derrota prematura, terminaron por aceptar la razón de los soviéticos de que el fascismo se había colocado “más allá del capital”, por encima de este, y se había convertido en un peligro para la humanidad toda.

Pero al poco tiempo, ¿había cambiado la actitud de los capitalistas? No. Utilizaron la misma fórmula en cada revolución social en ciernes. Argentina, Chile, Venezuela, Centro América o casi toda África, por mencionar algunos, padecieron dictaduras de corte abiertamente fascista, bajo el amparo del imperialismo triunfante de la posguerra. No fue desechada la fórmula hitleriana, sino morigerada y adaptada de mejor forma, puesta a buen servicio, mientras desataban una feroz guerra ideológica contra los soviéticos y se apoyaban en el “enemigo interno”.

Pero el gran triunfo de la burguesía en realidad estuvo de la mano del Estado burocrático, el Estado revisionista posterior a Stalin, que había suplantado a la Asamblea (soviet) y la participación real de los trabajadores. El “partido”, devenido en Estado y colocado por encima de las masas y los trabajadores, advertido como peligro por el propio Stalin, había llevado a la muerte a la revolución y a la primera democracia de los trabajadores.

Hoy, apoyados en el despotismo asiático, particularmente el chino, la formula en la que el Estado está alineado absolutamente al monopolio hegemónico, se apresta como el nuevo fascismo. La época de los monopolios, permitidos discrecionalmente por el Estado capitalista como representante de la clase hegemónica, abre paso a una plutocracia absolutamente imbricada al poder total sobre la sociedad, en la que el ejercicio directo del poder por parte del capital y sus grandes corporaciones, es casi absoluto y es expedito. Hoy no es el Estado chino el que se acopla a los intereses de las grandes corporaciones ni es un instrumento de regulación de sus contradicciones (aunque algo de ello ejerce), sino que existe una sincronía y unidad de acción de ambos en el ejercicio del poder y su expansión económica y política global, y en la fórmula de dominio en general sobre los asuntos de la sociedad. La correspondencia entre la política exterior china y de sus corporaciones, es evidencia unívoca.

Este nuevo tipo de Estado, inaugurado por China y por Rusia, ese país que heredó el vital ingrediente de la cultura corporativa de un capitalismo de Estado, es la fórmula resultante de esta especie de neofascismo, igual de hegemónico y absolutista que el tradicional, pero más efectivo, con mejores herramientas, con más capacidad de mimetización y maniobra, más eficiencia y eficacia en el proceso de explotación de los trabajadores y una capacidad de evasión más experimentada a la caída inevitable de la tasa media de la ganancia.

Así nace este nuevo grupo de “jóvenes” plotócratas, dueños de monopolios de comunicación. Facebook, Google, Twitter o Microsoft (hasta cierto punto), han encontrado la conjunción de estos dos elementos (el Estado corporativo del modelo asiático y ruso, junto al poder que han desarrollado de control casi total sobre los asuntos humanos, económicos y sociales) su motor e inspiración. De esa teta se amamantó su capital, encontrando en la sobrexplotación asiática (la baratura de costos de producción de sus principales productos y/o vectores de capital, como las computadoras o los teléfonos celulares) la principal fuente de su inversión originaria y su expansión comercial posterior. Acumularon años de aprendizaje del nuevo modelo socioeconómico de explotación, heredado de las grandes experiencias históricas de la restauración capitalista.

Pero no hay diferencia entre el fascismo que te mata físicamente, al fascismo que te desaparece social y culturalmente y te conduce incluso al suicidio (cifras sobran). El padecimiento del silencio o el de la discrecionalidad de autorización de lo que se te permite decir, en una sociedad cada vez más vinculada entre sí, es igual de aplastante. Los nuevos campos de concentración son las redes sociales, pero no cuando estás en ella sino cuando te dejan al margen, en el “doloroso” mundo real. Los Estados fascistas han mutado. Los propios capitalistas parecen querer tomar justicia por mano propia y hacer de la gobernación de las corporaciones y los multimillonarios un modelo de “libertad y democracia”. Los gobiernos y Estados parecen incomodar. Entonces, el debate sobre el neo fascismo apenas comienza y Musk, cínicamente, ha puesto el dedo en la llaga.

Tomado de El Pitazo

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