Sidney Poitier ni se imaginaba que, 55 años después de protagonizar el afamado filme To Sir, with love, sería recordado como ejemplo simbólico de docente. Más difícil de comprender es que eso sucediese en una tierra que ha parido destacados y brillantes maestros como Simón Rodríguez, Andrés Bello, Cecilio Acosta, Luis Beltrán Prieto, Miguel Acosta Saignes, Arístides Bastidas, Mario Briceño Iragorri y muchísimos otros más.
Apenas cursaba el tercer año de bachillerato cuando vi esa película en el Cinelandia de Valera. La impresión que me causó aún subsiste y mi valoración de la educación ha ido en aumento. En mis recuerdos, esa película —junto con otra posterior: La sociedad de los poetas muertos— estaba asociaba con la búsqueda de la verdad mediante la investigación científica, el combate a la ignorancia y la superchería, y el incentivar en la juventud los deseos de superación, de avance, de progreso. Deseos que luego se convertirían en espíritu de insumisión y rebeldía, encauzados finalmente a la búsqueda de la transformación social.
El que un ingeniero negro y desempleado —Mark Thackeray, personaje principal de Al maestro con cariño— aceptara un trabajo de docente, en una escuela pública a las afueras de Londres, pudiera entenderse por la precariedad económica en que se encontraba. Dicho cargo era rechazado por la mayoría de los maestros, ya que se trataba de educar a un grupo de jóvenes extraviados, rebeldes y conflictivos. Pero Thackeray asumió de verdad un compromiso como docente, en el sentido más elevado de esta noble función. Se propuso sacar de ellos las mejores virtudes que estaban ocultas por poses o posturas antisociales. Además, debía enfrentar el racismo, la discriminación y la irracionalidad.
Lograr que la rabia, el desencanto y la desesperanza se borraran del horizonte de esos jóvenes fue producto de la tenacidad y la audacia por intentar métodos educativos no convencionales.
He allí lo que un docente puede hacer en centenares de jóvenes que llegan a él por la costumbre cultural o por los deseos de superación social, y muchas veces sin saber exactamente la importancia del conocimiento en su elevación como ciudadanos, sin conocer las capacidades y habilidades que se abrirían para convertirlos en personas de bien para la sociedad: un inventor, un sabio, un hábil artesano, un técnico, un investigador y para cuanto espacio hubiese de mejorar la vida de la gente.
Hace poco decíamos que las constituciones venezolanas —desde el imperio del positivismo en la segunda mitad del siglo XIX— han sido pródigas en reconocer el enorme valor social que tiene la educación para la edificación de una sociedad de libertad y progreso, con ciudadanos con un profundo sentido democrático, cultos y solidarios. Los docentes son por antonomasia los constructores de ciudadanía y la van impartiendo en la medida y a la par que explican los intríngulis de la Matemática, la Física, el Lenguaje, la Biología, la Historia, etcétera.
Mientras termino de escribir estas letras, en todo el país miles de maestros de escuela y profesores universitarios —acompañados por diversidad de sindicatos y trabajadores que son igualmente víctimas de la misma política— están en la protesta de calle contra la violación abierta y descarada de las principales cláusulas de sus convenios colectivos y de los principios legales y constitucionales del trabajo.
Estamos frente a un régimen que ha hecho de la violación de los derechos laborales su insignia de batalla. Y quien se levante contra esta ignominia es blanco de las amenazas, la represión, el chantaje, y también de la tortura y la cárcel. Exigir el cumplimiento del artículo 91 constitucional es para ellos un llamamiento a la rebelión. Reclamar la “progresividad e intangibilidad” de las conquistas laborales es, según la camarilla gobernante, una incitación al odio y una propaganda terrorista.
Pretender que los ingresos extraordinarios se destinen a atender la deuda social con todos los venezolanos —y no que deriven hacia el endeudamiento con el exterior o la mera corrupción— es una provocación que quiere interrumpir el “bello tránsito” hacia la normalización que nos vende VTV.
En fin, los trabajadores y los venezolanos de buena voluntad estamos frente a un dilema: o bajamos la cerviz y aceptamos todas estas nuevas tropelías del régimen opresor, o levantamos nuestra frente con dignidad y nos le plantamos de pie a esta continuada y alevosa agresión. Venezuela no es tierra de hombres y mujeres serviles. Nuestra historia está llena de páginas heroicas por la conquista de la libertad.
En esta hora aciaga de la República, es el maestro quien puede jugar un rol estelar en la conjunción de una fuerza social para dar al traste con tanta humillación, tanta ofensa, tanta agresión. Por eso, al maestro tenemos que brindarle todo nuestro cariño, pues hasta luchando está educando. Hoy la protesta de calle se ha convertido en su aula de clase.
Valen mucho las siguientes palabras del maestro Luis Beltrán Prieto Figueroa: “Hay quienes quieren a un magisterio sumiso, arrinconado, incapaz de levantar la voz; pero un pueblo que tenga maestros de esa categoría tendrá que ser un pueblo de esclavos”.
Para finalizar, deseo recordar a dos grandes amigos, maestros de profesión: Oswaldo Arenas, excelente dirigente magisterial de Guayana, quien siendo preso político fue asesinado por sus carceleros en la cárcel de La Pica un 8 de agosto, hace 39 años. Y Alcides Bracho, profesor de Química y artista plástico, quien hoy se encuentra recluido, como preso político, por su consecuencia y perseverancia con un ideal de cambio revolucionario.