A los 14 años Reynaldo Cortés ya se había hecho un luchador social. Sin embargo, cuando lo conocí, ya tenía canas en su personalidad. No en el pelo, sino en su forma dura y regia de ser, como si la sequía del llano le hubiera hecho los surcos de la madurez, más temprano que a nadie. Lo conocí siendo dirigente de su liceo y de los estudiantes jojotos del municipio Roscio, en Guárico. Sin embargo, era un hombre alegre. Sí, un hombre, porque a un veguero no le llega ese padecimiento citadino de la adolescencia. Era un hombre luchador desde chiquito, y apenas era un chamito. Hoy incluso ya es abuelo, con apenas 47 años de edad.

Recuerdo que mascaba chimó como los hombres de su tierra. Se parecía a su clase, a los trabajadores del campo. Era un campesino obrero, un proletario de la tierra, no de esos campesinos de conuco que aspiran ser propietarios de una parcela, sino de los que venden su trabajo en la finca de un terrateniente. No el que aspira la propiedad del conuco sino el que aspira tierras libres para todos. Así recuerdo al Reynaldo joven, niño quizás, que luchaba por organizar a los estudiantes de educación media en una época convulsionada y hermosa en la que los venezolanos soñábamos y luchábamos por un país mejor.

Tras los 24 años del engaño chavista, en los que la efervescencia revolucionaria de los venezolanos dio paso a una espantosa estafa histórica, llena de enredos y engaños, Reynaldo se mantuvo siempre en las filas de su partido Bandera Roja. Pese al terrible silencio al que ha sido sometida su organización, pese a que obvien la destacada lucha de sus dirigentes, no se vendió jamás. Pero su personalidad irreductible se manifiesta en la hazaña que para mí ha sido una de las más emblemáticas de la migración en Venezuela. Si hay algún acto de heroísmo en la devastación migratoria que ha sufrido Venezuela, el que hizo Reynaldo destaca sobre muchos.

A horas de su secuestro, sucedido la madrugada del 7 de julio, su hermana Carmen narró en Twitter un fragmento de lo que fue aquella travesía, de la cual francamente nunca esperé su regreso. Reynaldo atravesó el continente para llevar a su hija y nieta hacia una vida mejor. Casi en desnutrición por la pobreza, Reynaldo se vio forzado a llevar a su hija Valentina de 20 años entonces y a su nieta de dos años, el 10 de octubre de 2018 con apenas 100$ en el bolsillo.

Duró un mes y un día la travesía, de la que inmediatamente regresó. Narra su hermana que «viajó por tierra pidiendo cola, en bus, pidiendo limosna, pidiendo prestado, para ir hasta Argentina. Cruzó por cuatro países con sus niñas. Colombia, Ecuador, Perú y Chile lo vieron pasar con las dos. Y de regreso, tuvo que tomar otra ruta y volvió. Pudo quedarse (en otro país), pudo empezar de nuevo, pudo tener más oportunidades, pero volvió. Lo hizo porque mi mamá estaba sola… y lo hizo porque cree que todavía se puede hacer un cambio en Venezuela. Cree que la gente merece vivir mejor, que no exista una brecha tan abismal entre el que puede comer 3 veces al día y el que no, que la gente pueda disfrutar del placer de bañarse en la regadera, que los niños vayan a buenas escuelas. Esos son los ideales de Reynaldo Cortés en sus arengas políticas. No se entiende que lo tilden de terrorista o de asociación para delinquir… Eso no es delinquir, delinquen los delincuentes y él no es un delincuente».

Haberse regresado es en sí un acto heroico. Pero haberse regresado por su compromiso militante, por su compromiso con su país y por luchar por un cambio, es de esos actos que pasan a la historia mucho tiempo después. Reynaldo, papá de tres mujeres hoy, se regresó a riesgo de su propia vida. Volvió para luchar como lo ha hecho desde niño, incansablemente. Actualmente ha promovido y luchado por la unidad de toda la oposición en el estado Guárico y ha trabajado incansablemente por la unidad de los trabajadores. En su estado todos dan fe de esto. El también representante sindical de la CTV en el estado llanero, el domingo 17 de julio envió un mensaje a los venezolanos: «Irreductible, luchando por los trabajadores desde la cárcel».

Actualmente -aunque muy poco- duerme de pie o en cuclillas. En una celda con más de 25 procesados por delitos comunes y en las condiciones más riesgosas y miserables, Reynaldo es un preso político que ni siquiera sabe claramente los delitos que se le imputan. No ha sido interrogado y por milagro, tampoco torturado aún. En una celda con temperaturas que superan los 40 grados, hacinados a reventar como la mayoría de los presos en Venezuela, espera y lucha por su libertad. Aún así no quiere irse del país. Tiene un compromiso.

Aquella noche en la que una decena de hombres armados y vestidos de negro, sin orden ni legalidad, lo secuestraron en San Juan de Los Morros, estaba desempolvando los libros de matemática para ayudar a su hija Claris para su recuperación. Estudiante de literatura, a esa hora se disponía a recordar cómo es una ecuación, quizás una en la que luchar por el país no dé como resultado la cárcel, sino la libertad.

Tomado de El Pitazo 

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