“Seguimos con la historia de la mosca que se golpea contra la evidencia incomprensible del vidrio”
Baudrillard
Ante todo, es importante decir que este texto resultó de conversaciones que han evolucionado en mi mente desde hace años, a partir de conversaciones con mi madre, en torno a dos de sus obras: Criminología de la Liberación (Aniyar de Castro, 1987) y Criminología de los Derechos Humanos (Aniyar de Castro, 2010).
La idea de control social, tan preciada en la fundación de la criminología crítica latinoamericana, se sostiene en constantes que son especificas a su momento histórico y cultural. Tales constantes conceptuales son normalmente invisibles, como el fondo en relación a la figura. De esto da cuenta la antropología. Abundante literatura de esta disciplina indica que las constantes son mejor observables desde atalayas externas por cuanto el observador, formando parte de una cultura extraña, identifica estas constantes como extraordinarias o como figuras contrastadas con otros fondos dentro de sus propias referencias culturales. Marvin Harris denominaba a este fenómeno como la relación entre emic y etic. Esta es una idea recurrente y hay amplia literatura sobre ella. De ella se definen conceptos como lo no dicho (Ducrot, 1998), lo obscurecido por un foco luminoso de atención (Orlandi, 1993) o el olvido (Augé, 1998). Todas ellas, en cómplice relación con el inconsciente y la memoria perceptual.
El control social de la criminología crítica de los 70 supone una idea instrumental del poder, más de tipo Poulantziana, en la que:
- El reconocimiento de la dominación o hegemonía es el centro del análisis. Esto es, el fondo analítico está situado en la relación entre las partes y no en la identificación misma de los actores del poder y menos aún en su identidad.
- La idea de liberación, como escribió Lolita, también a evolucionar bajo las ideas de revolución, recuperación de la ciudadanía, defensa de los derechos, etc (Aniyar de Castro, 1987, 2010, 2010ª), surgía de la revelación de tal proceso de dominación o hegemonía, puesto que los actores visibles que ejercen el poder, expresado éste en las formas explicitas e institucionalizadas de la política criminal, o en el sistema penal como un todo, casi siempre dentro de un Estado concreto, eran evidentes.
La constante invisible no es el control social propiamente, concepto nodal que continúa vigente en el centro del análisis aún hoy, sino la visibilidad o imaginación de la visibilidad de aquellos que lo ejecutan y lo usufructúan. El control social existe, de hecho. El poder de penetración que actualmente los mecanismos de control social muestran, son tan eficientes y profundos en el cuerpo de la cultura, que jamás hubiesen podido ser imaginados por las más húmedas utopías de las Gestapo y la KGB. Pero una de sus principales características es que no es posible identificar al opresor como sujeto, sino solamente a sus estructuras de dominación. Es esto lo que hace tan atractiva a la obra de Foucault por los autores contemporáneos. Esto es lo que hace tan preciada la idea marxiana en sus Escritos Económico-filosóficos de 1844:
“El trabajador se convierte en una mercancía tanto más barata cuanto más mercancías produce. La desvalorización del mundo humano crece en razón directa de la valorización del mundo de las cosas” (Marx, 2020, p.35)
Esta es una idea terrible. Vemos que ya Marx observaba que el trabajo se representa fuera del trabajador, y adquiere valor propio y creciente allí, generando con ello poder que usufructúa este trabajo. Las representaciones de la llamada virtualidad en las redes sociales son usufructuadas de diferentes maneras por los que controlan estas redes, los sistemas informáticos, los que acceden al big data, y descubren en nosotros nuestros patrones, desconocidos por nosotros mismos. Aquello que nos define, que define nuestros sistemas de incentivos, y motoriza nuestras acciones y decisiones. Lo que nos define y nos controla, como se ha descrito abundantemente en la antropología y el psicoanálisis, es invisible para nosotros. Como en aquella imagen del RCA Víctor, donde el perro levanta oreja para escuchar la voz invisible del amo, el amo habla, pero es invisible. Y controla a través de otras cosas invisibles. De algún modo, somos ciudadanos con miopía representacional, inconscientes del valor de nuestro trabajo como individuos y sociedad, e inconscientes de aquello que es del interés de la dominación. Así que es terrible. No solo por sus implicaciones ético-estructurales, sino porque es precisamente uno de los problemas que nos impide identificar la naturaleza estructural de la sociedad con la que podríamos diseñar políticas públicas, política criminal, transformación social, formas de redención e incluso, la simple protección liberal de nuestros derechos.
Asistimos a un tiempo en que la violencia estructural o las violencias estructurales (que Baratta definía como aquella violencia que pudiendo ser evitada por el poder público, no era evitada) existen sin responsables e, incluso, existen en sí mismas, en una suerte de fin de la historia Hegeliano invertido, donde la perfección de los mecanismos de control social se auto-reproduce y aumenta. Además, tales mecanismos, como ha pasado tantas veces, son legitimados e, incluso amados por los sujetos que lo sufren.
Hubo un tiempo en que la contraparte económica y política de la dominación, esto es, los dominantes, fue descrita por Marx como la sociedad civil burguesa, y más específicamente, la familia burguesa. Marx indicaba que esta familia se extiende metafórica y materialmente en las formas jurídicas del Estado y el parlamento (Chihu Amparán, 1991). Hoy no hay sujetos concretos con intereses personales concretos. No hay familias a identificar. El Club de Bildberg, los Illuminati, las 5 familias, los chinos, etc., serían cómodas explicaciones del funcionamiento de un sistema global pero que, en la realidad, comporta interrelaciones tan abundantes y complejas, que simplemente, se hace ingobernable por cualquier factor estatal, empresarial, militar y menos aún, democrático. Las interrelaciones se expresan en sus propias dinámicas sistémicas, haciendo muy probable que, en el caso hipotético de poderse eliminar una de estas sectas de poder, digamos, los temidos Illuminati, o la familia Roschild, serían sustituidas por otros grupos sin provocar cambios sustanciales en el devenir histórico. Foucault, siempre renuente a describir el episteme moderno desde los actores políticos, sino desde el rigor político de las palabras, el lenguaje y el conocimiento, adquiere, por ello, mayor fuerza de interpretación de la contemporaneidad.
En la revista Forbes 500 del 2020 es posible estimar que las principales 10 empresas del planeta reunieron, en el 2019, ingresos similares, esto es, apenas inferiores a los de la primera economía mundial, los EEUU. Esta idea de que la macroeconomía desplaza a lo público es evidente en las prácticas políticas de las naciones, que, no solo expresan empíricamente grandes problemas en superar las reglas del mercado, sino que han sido finamente estudiadas, entre otras teorías, en el llamado trilema de Rodrik, que explica la imposibilidad de las naciones en compensar sus estrategias autonomistas y democráticas con la expansión de sus mercados.
Pero el problema de la invisibilidad de las fuentes de la dominación va incluso más allá del tamaño del mercado en relación a la capacidad política de las naciones en controlarlo.
La Transversalidad
Jean Baudrillard, en su libro de hace ya 20 años, Pantalla Total, haciendo caso omiso de los discursos preponderantes sobre virtualidad y globalización, interpretó lúcidamente una sociedad del siglo XXI, en que las instituciones conocidas iban a sobrevivir, pero como operarias visibles de fuerzas políticas mayores, esto es, factores transversales, cuya mayor ventaja comparativa frente a otras formas de dominación es su invisibilidad. Así, mantendríamos una apariencia institucional, dura y pública, como una pantalla de espectáculos, pero atravesadas por una lógica trasera y transversal del poder.
Los virus dominan, sean informáticos o biológicos, sin conocer sus fuentes y muchas veces sin conocer los intereses concretos que les motivan. Los algoritmos de las redes sociales que mejor predicen nuestros patrones también nos dominan, sin identificar que están allí. Un dron puede asesinar. Un software y un satélite sincronizados pueden robar elecciones, un vehículo no tripulado puede atropellar un objetivo, habiendo sido programado para ello con mucha anterioridad. La obsolescencia de nuestras máquinas está programada, y con ello, nuestra decisión de compra también, podemos aparecer en una cámara robando un banco sin haber estado allí, o haciendo cosas más procaces y más creíbles. También un terrorista, un lobo solitario con un mínimo de armas, puede matar en mezquitas de Nueva Zelanda, gays en Florida, judíos en Austria o socialistas en Noruega. Con solo obtener su fórmula numérica, podemos construir armas desde la impresora de nuestra casa, con todas las implicaciones que ello implica tanto en la idea de paz social como en la de justicia. Las identidades se yuxtaponen, se solapan, se usurpan con solo alterar patrones audiovisuales o sónicos, o con solo usurpar I.P., craquear firmas electrónicas y acceder a información abundante, que hoy es accesible. Es posible promover eficientemente la legitimación de acciones en contra de los derechos, aprovechando los factores tendenciales de la big data en las redes sociales y su incidencia en la cultura moderna. Todo esto impone un desafío enorme al sistema penal, los Estados de Derecho, las constituciones y los derechos fundamentales. Los derechos en las nuevas mediáticas, instantáneas y dirigidas a nuestro córtex, se convierten nuevamente en un asunto de auditorios y aplausos. Todo ello sin aún tener herramientas jurídico-penales que garanticen acciones eficientes sobre estos procesos de agresión. Por ejemplo, no controlamos los I.P., los canales precisos por donde se transmiten las instrucciones y, por tanto, se pueda identificar y evidenciar la responsabilidad penal misma de una acción remota, en otro país, programada e, incluso, automatizada.
El parlamento británico reúne, en el momento de este escrito, a sus sabios de Cambridge y del MI6, entre otros, para identificar si el COVID-19 es un bio-ataque o no. Los debates son fascinantes y son visibles al público en los enlaces web del parlamento. Puede perfectamente ser un bio-ataque, pero la manera cómo se produjo y a qué intereses responde es lo que más atormenta a las sesiones del parlamento. La dinámica del poder es hoy tan fantasmal que, si se me permite esta apreciación personal, uno percibe que descubrir que China es responsable, con su gobierno vertical, con su estado de vigilancia y control sobre cada célula de su tejido social, nos generaría un discreto alivio. Sería cómodo identificar a un enemigo. Pero lo cierto es que detrás de todo esto, la idea liberal misma de ciudadanía hace aguas y, con ella, los mismos principios de bienestar general, de contrato social defensivo ante el Leviatán, de la defensa moral de los derechos políticos y civiles, las seguridades de los contrapesos necesarios del poder, y con ello, el valor mismo de la norma jurídica, hoy radicalmente dependiente de los artificios y, a veces, de los sofismas con los que se sostiene eso que llamamos ciudadanía. A esta era, el diario The Economist la llama la era del desorden. La transversalidad domina lo que antes era, convirtiendo en apariencia total, en pantalla total, las instituciones conocidas, interpretando a Jean Baudrillard hace ya 20 años. Instituciones que fueron objeto central del análisis de la criminología crítica en nuestras investigaciones.
De hecho, podría decirse que se está produciendo, y cada vez de manera más acelerada, una suerte de distopía en la clásica idea de Hannah Arendt sobre Oikos y Ágora. Estudié cuando estaba en la Universidad que, para Arendt, la ciudadanía es el resultado de la expansión del espacio público sobre el privado. Por ejemplo, el reconocimiento progresivo de la mujer, la sexodiversidad, las discapacidades físicas y mentales, la sexualidad per se, la visibilidad misma del proletario, la diversidad cultural, la multicultura, la religión subalterna, correspondería para la autora, al traslado de los valores humanos escondidos en las alcobas, confinados y aterrorizados, por ejemplo, en lo doméstico, en las logias, en el secreto, hacia un espacio público que los reconoce y los protege, ciudadanizándolos y convirtiéndolos así, en interés del bien general a través del Estado y las leyes.
Difícilmente Arendt hubiese imaginado que entregaríamos gozosos nuestro espacio privado a las redes sociales, a un espacio público diferente, no ciudadano, donde los controles no proceden de poderes tradicionales, articulados en derechos, sino de poderes transversales que cambian nuestro derecho a la diferencia por el derecho al espectáculo, el morbo de los vecinos globales, la representación teatral de nuestras vidas y la dulce recompensa del mercado. Entregamos nuestro espacio privado a un nuevo tipo de Ágora, donde el debate público compite por puntos, likes, monetarizaciones de nuestra imagen y por aceptación instantánea, muchas veces disfrazada de legitimidad e, incluso, de institucionalidad. Un escenario público de representaciones tan multiplicadas y precisas, que se han convertido en minas de oro para la predicción e incluso el modelamiento de patrones y conductas. Las redes sociales son hoy, las empresas que generan mayores dividendos en la historia misma del capitalismo. Emanan formas inéditas de poder y desafían las lógicas del poder de los propietarios de los medios de producción que tan bien describía Ricardo, Marx y los teóricos de la dependencia. Ellas venden gestos, patrones, aceptaciones, visibilidad, conceptualizaciones, goces, esto es, el muy marxista valor de cambio, la quintaescencia del modo de producción: las relaciones personales más que las personas que las portan, la imaginación del producto más que su trabajo productivo, la imaginación de justicia más que la justicia material, la imaginación de nuevos miedos sociales más que la experiencia material que modela estos miedos, la imaginación de romance más que la posibilidad de romances, esto es, más que el erotismo adulto de una relación.
Este campo de nuevas relaciones, que se han acelerado y seguirán acelerándose, obliga a repensar la idea de control social, cuáles son sus sujetos, cómo se construye el usufructo del poder, cómo participamos de él, qué denominamos delito (una pregunta clásica en la criminología crítica), qué identificamos como responsabilidad y autor del delito, cómo se construyen las nuevas etiquetas, cómo se muestran los espacios del auditorio estigmatizante, con qué dinamicidad y con qué dinámicas se expresan, cómo las amplificamos, qué fuerza real tiene el derecho como expresión del orden social que vivimos, cómo puede proveerse de seguridad y paz en un momento definido por las transversalidades, lo que supone la debilidad y un descenso de la incidencia de la instituciones tradicionales, y, sobre todo, cómo podemos plantearnos las ideas de liberación, derechos humanos, participación, democracia, justicia social, justicia material y seguridad humana, en el contexto de dicha transversalidad de las relaciones. En otras palabras, cómo podemos recuperar la materialidad de la ciudadanía en tiempos en que la transversalidad diluye socio-política y emocionalmente las nociones funcionales del poder, tal como las hemos conocido hasta ahora.
La criminología en movimiento
La criminología crítica siempre ha indagado sobre su papel en los nuevos acontecimientos epistemológicos e históricos (Baratta, 1995; Castro Aniyar, 2018, 2019, son ejemplos). En el 2007 se publica “Políticas de Seguridad. Peligros y desafíos para la criminología del nuevo siglo”, compilado y en parte escrito por María Laura Böhm y Mariano Gutiérrez (2007). Es un libro que reconoce expresamente el impacto del ataque a las Torres Gemelas en la nueva geopolítica y, por consecuencia, en la criminología. Esta lectura debería facilitarnos la comprensión del nuevo siglo.
Allí los conceptos criminológicos se construyen en la sombra de la nueva guerra de los EEUU y el crecimiento de la islamofobia. Ahí son cónsonos el derecho penal del enemigo, las trampas de las corporaciones que hacen la guerra (the warlords) para favorecer precios y accesos a recursos, los delincuentes de cuello blanco de Sutherland, los poderosos, el etiquetado de las masas por su condición subalterna, el Sur global, otra vez militarmente invadido, los conceptos de seguridad y terrorismo instrumentalmente útiles al poder que los declara. La guerra permite reenfocar el binomio opresores/oprimidos, hegemonía/subalternidad en las nuevas guerras, a todas luces, imperialistas, dando por sentado quiénes son ambos, o ajustando algunas precisiones. Pero este enfoque binario, a la luz del 2020, ha hecho invisible lo que Baudrillard sí había visto en el 2000 cuando describía a Sarajevo: por un lado, la intención guerrerista de los factores económicos y políticos aparentes, y esto es claro, tiene por objeto favorecer, mediante la superioridad militar, el control de la economía mundial. Pero por el otro, la acción militar estadounidense y aliada fracasa en Afganistán, Irak, y luego Libia. Las cabezas colgantes de Osama Bin Laden, Saddam Hussein y Moammar Kadafi son insuficientes para hablar de victorias, en el plano de los tejidos sociales reales construidos en esta época, tanto Afganistán, Irak o Libia. Sus cabezas no tienen el mismo valor simbólico de la de Mussolini luego de la II Guerra Mundial. Siria se convertirá luego en un mar confuso de intereses, sangrientos todos, unos más que otros, donde no sobreviven los promotores de un nuevo orden, sino aquellos que pescan en rio revuelto, y mantienen por siempre el rio revuelto. Porque el orden, en representación de esa idea de paz y seguridad que nos venden, mientras nunca llegue, es más útil a los tejidos transversales del poder, a los tejidos externos a los ejércitos nacionales, los Estados, las policías, la ley y los derechos. Es más útil no existir, no estar representados, no firmar actas ni convenios, aprovechando eso que los sociólogos y criminólogos llaman las zonas grises, hoy dominando economías y países a la sombra de la incertidumbre. Es el triunfo del “divide y vencerás”.
Al principio de ese libro Böhn y Gutiérrez (2007, p. 1) escriben una frase preciosa, al menos para mí:
“Si hay un acierto perdurable en la criminología crítica éste ha sido justamente, vincular de forma innegable y definitiva toda política criminal, y por tanto todo sistema penal, a la política en general (…) Aun una criminología etiológica ya nunca podrá obviar esta dimensión de la supuesta ciencia, so pena de resultar demasiado estrecha y antigua”
A partir de ellos, reflexiono que es necesario volver a visitar las raíces teóricas políticas del análisis crítico, fuente de la inspiración de la criminología de la que estamos hablando. Ello, con el objetivo de re-entender el nuevo código político de siglo XXI y avanzar en la recuperación de la política como arma de transformación.
¿Dónde está la voz del amo?
Veo los orígenes latinoamericanos de la criminología crítica en un contexto referencial diferente. Hubo una vez un big brother: era uno y se presentaba como un hermano político de una sociedad concreta en la punta lejana de una pirámide. Hoy es big, sin dudas, pero la punta de la pirámide luce tener muchos vértices fractales. No es el hermano mayor de nuestra nación totalitaria, sino que lo totalitario se expresa transversalmente a las naciones, y sin distingo de ellas. Veo en los 70 a los jóvenes destruyendo sus escuelas bajo el sonido de Pink Floyd: el adversario tenía agentes, paredes, pupitres y tribunales en la película de Allan Parker. Los tiene aún hoy, pero ¿Dónde reside el centro del poder? ¿En los mismos aparatos del sistema penal institucional, esto es, desde las judicaturas hasta las escuelas, las iglesias y las familias? Quisiésemos que así fuese. Así querían los chicos que derrumban paredes en la película The Wall. Sería más cómodo identificar dónde es posible construir políticas para reconstruir el camino a la ciudadanía, a la seguridad y a los derechos que hemos convenido como inmanentes. Pero ya no es tan fácil.
En Chile vimos el incendio de una iglesia y la caída de una estatua sagrada desde su cúspide. Un año antes vimos el incendio brillante, un espectacular fuego químico, transferible a los requerimientos de asombros en las redes (muy diferente al fuego de los que quemábamos cauchos en nuestra época), de la empresa eléctrica y de empresas de transporte. Realmente el fuego, percibo, no tuvo el propósito de quemar un símbolo de opresión, sino de hacerlo revivir. “¡Despierta enemigo, quiero verte, pues algo me domina y no te veo!”, pareciera querer decir. Como si con fuego y cánticos iniciáticos pudiésemos corporeizarlo. Como si pudiésemos darnos la recompensa de encontrar un diablo desde un cuerpo exorcizado que dice “aquí estoy, ¡combáteme!”. Pero no está ahí. Las nuevas representaciones del poder producen nuevas legitimidades para un orden global invisible, multiplicado, ingerido por el habitus de muchos cuerpos, que poco le importan las iglesias y las empresas eléctricas, y no dan cuenta a Estado alguno. Podemos proteger mejor a los más vulnerables, pero nadie garantiza que la ciudadanía, aquella que esperamos sea protegida por instituciones visibles, responsables y equilibradas, por leyes y sistemas jurídicos que sostienen un Estado de Derecho, por políticas criminales al servicio de un bienestar definido claramente, por un replanteamiento de la relación entre economía, producción y poder democrático, sea alcanzada.
Tenemos en frente un desfase aun mayor entre la teoría, el diseño de políticas y el cambio social, con alcances de liberación o ciudadanía. El juego ha cambiado. Las dinámicas se han amplificado, siguen cambiando, y el desafío es enorme.
(Ponencia homenaje a Lolita Aniyar)
Fuentes
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Aniyar de Castro, Lola & Codino, Rodrigo, 2013. Manual de Criminología Sociopolítica. Buenos Aires: EDIAR.
Augé, M. (1998). Las formas del olvido. Barcelona: Ediciones GEDISA
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