Yo no odio a los chavistas. No odio a los que matan los jóvenes en las calles, por política o por zapatos. No odio a los chinos y rusos que tienen garantizados sus suministros del petróleo venezolano por una generación, sabiendo que junto a los campos petroleros la gente muere de hambre y enfermedades. No odio a los chinos enviando suministros antimotines para proteger sus negocios. No odio a Maduro ni a Padrino López. No tengo odio por Diosdado ni por Tareck Al Aissami. Sabemos que el país está dominado por la corrupción, el chantaje militar y el narcotráfico, que el futuro de los jóvenes está quebrado. Sabemos que la patria se va en deudas, en hipotecas que pagan las venezolanas desnudas en el extranjero. Pero yo no odio, no me cabe ninguna Ley contra el Odio.

Yo nunca he sufrido de eso, ni de envidia. Tengo otras debilidades, pero no esas. Digamos que es tristeza, desesperanza y rabia. Puede que un funcionario chupamedias diga que este artículo es “odio”, para congraciarse y recibir galletas. Pero no es.
El problema es que las palabras en política siempre tienen significados diferentes. Y, mientras más contradictorio es un sistema de opresión, más paradójicas son. Orwell lo llamaba el “metalenguaje”. Ejemplos:

El sistema cambiario es, a la fecha, “provisional”. Pero es así desde el 2003. Incluso, Maduro llegó declarar la derrota del dólar paralelo.

Chávez nos declaró una “potencia energética”. Pero Corpoelec entró en default. Hay colas de gasolina y la luz se va cuando quiere.

La gente no tiene hambre, sino caprichos, dicen. Pero la revista del mismo INN mostró un grave aumento del 60% de prevalencia de la desnutrición y la mortalidad materna para 2016.

La guerra económica imperialista es causante de la escasez, dicen. Pero el Gobierno expropió, nacionalizó, socializó todo el sistema agroalimentario, desde las fábricas, tierras, empacadoras, Agroisleña, fertilizantes, mercados, importación… La soberanía alimentaria, estandarte eterno de Chávez, es precisamente lo que no se obtuvo.

Masas de jóvenes se van desesperados, porque “están confundidos”. Una “confusión” que les obliga a trabajar en cloacas, prostituirse, vender donas y jurar que más nunca volverán al terruño.

Está cayendo en un 14% el PIB, equivalente a los efectos de una guerra armada contra un enemigo devastador. Pero se dice que no es más que una estrategia de la oposición, la misma a la que se acusa de sacar ganancias. Extrañas ganancias de una burguesía que debe cerrar y partir por quiebra.

Por eso es que a mí siempre me ha parecido que, poniendo todo al revés, es que se entiende mejor el país. Cuando digan progreso, es hambre. Amor es asesinatos políticos. Pueblo son las enfermeras acribilladas frente a la Iglesia de Catia, en manos de los colectivos. Socialismo es capitalismo monopólico y plutocrático.

Chávez y Maduro, pintados de tricolor en sus afiches, son los mejores agentes que han tenido las potencias extranjeras. Visto así, al revés, a alguien seguro le parecerá este artículo lleno de odio.

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