Sin lugar a dudas, este ropaje ha demostrado eficacia. Tanto que el mapa político latinoamericano tiende a teñirse nuevamente. La última evidencia es el triunfo de Pedro Castillo en Perú. Pero andan en fila la alternativa de Lula en Brasil, de Petro en Colombia, del candidato que escoja la izquierda en Chile… Sin embargo, es poco lo que ofrecen. La “confrontación” izquierdas vs. derechas nos rememora el papel de Felipe González en España, quien se puso al frente de un proceso de modernización liberal, cuyos frutos los terminó de cosechar Aznar.

Es compleja la cosa. Pero nada mejor que Saramago para desnudar estos disfraces. Frente a la realidad de estos tiempos, el gran escritor —quien se reivindicó como comunista hasta siempre— afirmó que “el engaño es el rey de la tierra”. Parte de ese engaño es esa izquierda que se presenta como alternativa. Por eso valen sus palabras para hacer un análisis del nuevo mapa político en América Latina y de la izquierda que busca cambiar las cosas para que todo siga igual, pero con nuevo ropaje, ¡apenas eso los distingue!

La crisis que vive el continente confirma las palabras de Marx en su discurso sobre el librecambio: “… en general, el sistema proteccionista es en nuestros días conservador, mientras que el sistema del libre cambio es destructor. Corroe las viejas nacionalidades y lleva al extremo el antagonismo entre la burguesía y el proletariado. En una palabra, el sistema de la libertad de comercio acelera la revolución social. Y, solo en este sentido revolucionario, yo voto, señores, a favor del libre cambio”.

El libre cambio —llamado hoy día neoliberalismo— ha provocado en América Latina una crisis de grandes proporciones. Sin embargo, los partidos de izquierda y sus candidatos, presentados éstos como alternativa electoral, pretenden repetir lo esencial de las recetas que se supone enfrentan o combaten. Buscan ser aceptados por las clases dominantes, mientras la gente —principalmente los pobres y marginados, que son muchos— cree que con ellos se abrirán los caminos a los cambios que reclama la sociedad. Pero nada. El sueño dura poco. Quienes confiaron se despiertan viviendo un continuo: nada ha cambiado. A momentos baja la pobreza, pero en otros casos, como el de Venezuela, más bien llega a su máxima expresión, tanto que aparece el flagelo de la migración.

Saramago viene de nuevo a rescatarnos con su palabra: “La izquierda ni piensa, ni actúa, ni arriesga ‘una pizca’ y queda patente su cobardía en que se queda ‘impávida’ ante una ‘burla cancerígena’…”. Lo que se corresponde con otra lapidaria afirmación del portugués: “La izquierda no tiene ni puta idea del mundo en el que vive”. Es que, ciertamente, además de que no arriesga y busca ser aceptada por los de arriba, no logra comprender lo que pasa.

Se conjuga la influencia de las ideas de quienes “buscan” combatir con la simple ignorancia. Al final, son alternativa, pero no de quienes sufren las consecuencias del drama, sino de quienes la causan. A final de cuentas, una engañifa jugando de comodín.

Dejan muchos reparos las experiencias dejadas. Pero también dejan mucha suspicacia las ideas que propagan supuestamente para salir del estado de cosas que se vive, del statu quo. Las propuestas programáticas que enarbolan, si nos aventuramos a calificarlas como tales, van dejando dudas de sus reales intenciones. Es que resumen conceptos que parecieran perseguir solamente la aceptación del poder establecido. Que no harán nada contra los inversionistas. Es más, que harán mayores esfuerzos para que fluya la inversión. Que brindarán más oportunidades a los de arriba, a los que se venden como “creadores de empleo”. Es que parecen no percatarse de que son precisamente esas inversiones, sobre todo las indirectas, las que condicionan el desarrollo y van frenando las fuerzas productivas nacionales de nuestros países. A partir de esas inversiones se construyen los nexos de dependencia, mientras sacan la savia de la riqueza de nuestros suelos y sus trabajadores.

El cambio y la fraseología

Las propuestas de cambio no requieren tanto de la fraseología revolucionaria como sí de las orientaciones que indiquen claramente el camino del desarrollo. Ellas —las frases, las consignas, las categorías— pueden servir para muchas cosas, para educar, para agitar. Pero no necesariamente resumen las ideas que pueden enrumbar un país atrasado hacia el desarrollo y el bienestar de su pueblo. El cambio supone, ante todo, el análisis riguroso de la circunstancia que se vive. Y, a partir de allí, proponer medidas y políticas que conduzcan a la transformación política, económica y social.

Pero la ideología de la oligarquía financiera se hace valer —con sus propagandistas y teóricos, sus instituciones— en los centros educativos a distinto nivel, en toda la sociedad, cumpliendo aquello de que la ideología dominante es la ideología de las clases dominantes. Tanto es así que ha terminado por penetrar buena parte de ese campo que se presenta como de izquierda.

La ideología de la globalización se hizo dominante y todas las instituciones de educación superior, seminarios, gremios, se convirtieron en sus propagadores, hasta convertirla en dogma de fe más sólido que el de la santísima trinidad. Por ejemplo, sin argumento de rigor alguno, ese asunto de la competitividad como meta lo impusieron como un principio cuyo logro solamente podía ser posible mediante la inserción en el mercado mundial con base en el flujo libre de mercancías.

Esta infantilada no resiste nada al argumento según el cual solamente es posible la libertad de comercio cuando se ha alcanzado la competitividad. De lo contrario, el más competitivo derrumba cualquier posibilidad de competencia a los más atrasados. Es lógico. Además, no dan cuenta de la imposición por parte de las grandes potencias de una división internacional del trabajo, que condena a los países débiles a cumplir el papel que a ellos les conviene, afianzando, en los más casos, la monoproducción y un mayor freno al desarrollo de las fuerzas productivas.

Mucho menos pudieron siquiera ver o percatarse del desarrollo alcanzado precisamente por los países que no siguieron la pauta trazada por la tal globalización. En tal sentido, destaca Corea del Sur que, con base en la protección de su economía, se convierte en una de las economías más sólidas y diversificadas. Entretanto, los países que asumieron la globalización llevaron sus aparatos productivos al estancamiento, cuando no a crisis que condujeron a situaciones revolucionarias entre las que destaca la de Venezuela. Todo esto nos indica claramente la naturaleza apologética de la globalización. Se trata de una política que favorece a los más competitivos, a los países más desarrollados, a las potencias imperialistas y sus bloques.

Hasta los críticos del orden imperante —incluidos los partidos de izquierda, desde los más livianos hasta los más radicales— repitieron hasta la saciedad que era un proceso objetivo el de la globalización. No lograron entender que se trata de una ideología que busca afianzar la tendencia de la internacionalización del capital a favor de las grandes economías.

Es un interés común para los bloques imperialistas aplicar leyes y principios que garanticen el retorno ganancioso de sus inversiones directas e indirectas en los países débiles. Sean chinos, gringos, rusos, alemanes, ingleses, vengan de donde vengan, los principios son los mismos. El del acreedor, el del inversionista que busca garantizarse sus beneficios, su inversión. En eso se han unificado por siempre, en medio de la disputa por la hegemonía. Las circunstancias actuales los enfrenta como nunca. La disputa por mercados y fuentes de materias primas se hace cada vez más enconada. Pero los cambios que se producen —sean adelantados por los de derecha o los de izquierda— son bienvenidos para todos. El ejemplo de Chávez es emblemático. Los que anuncia Castillo en Perú, inigualables.

En estos tiempos finales del proceso económico, ideológico y político de la globalización, por sus efectos perversos en las sociedades de los países débiles, el uso de frases en su contra, mejor si son altisonantes, prende favorablemente en las mayorías oprimidas y explotadas que buscan abrir caminos hacia el cambio.

Por lo que el verbo encendido contra la oligarquía y el imperialismo, si no va acompañado de una propuesta de cambio verdadero, se vuelve en una palanca de ilusiones vanas. Discurso que puede levantar hasta una ventolera y al final convertirse en un soplo en favor de la reproducción de lo establecido con alguno que otro cambio gatopardiano.

Otro rezago muy propio de esa izquierda es que su crítica del imperialismo se centra, casi exclusivamente, en el estadounidense. O sea, se puede hacer negocios con chinos y rusos, que según ellos no son imperialistas o son imperialistas buenos, pero no con los gringos. Sin embargo, terminan siendo un tanto flexibles y negocian con base en los desarrollos del capital de unos u otros. Claramente son los chinos quienes llevan las de ganar, por lo que terminan siendo más fácilmente aceptados, por ser los principales inversionistas y acreedores.

La mentira eficaz

Lo que es indudable es la eficacia de esta mentira, pues ha permitido que estas fuerzas logren incentivar apoyos de amplios sectores populares. El ropaje encuentra asidero. Se expande. Hasta logra convertirse en alternativa. La rebelión en Colombia, por ejemplo, arrima brasa a la sardina de Petro. Es un movimiento espontáneo en buena medida, pero Petro se aprovecha de la circunstancia.

A esto se suma la existencia de experiencias en las cuales se han producido algunos alcances. Avances subalternos pero importantes, dada la situación de explosividad social. En Brasil, por ejemplo, la reducción de la pobreza fue un hecho. En Bolivia, no solamente hubo una disminución de la pobreza, sino que la estructura económica se ha ido nutriendo con la ampliación de los sectores medios, mientras se amplía la capacidad de demanda social.

Pero la situación latinoamericana amerita de una atención que, en lo fundamental, dé cuenta de las condiciones de dependencia del imperialismo por parte de los países del subcontinente, así como los efectos de las políticas cuyo objetivo es preservar la capacidad de crédito de los Estados débiles.

Al fin y al cabo, eso de la izquierda, o las izquierdas, parece evidenciar que su origen nunca se ha perdido. En la revolución francesa, quienes se sentaron a la izquierda del presidente de la Asamblea Nacional Constituyente (1789) votaron en contra del artículo sobre el veto absoluto del rey a las leyes aprobadas por la Asamblea Legislativa. Mientras, quienes se sentaron a su derecha votaron a favor. Esto es, nace el término izquierda como sinónimo de quienes asumen la soberanía popular. Ya en la Asamblea Legislativa de 1791, a la izquierda se sentaban los jacobinos y los del club de los condeliers, representantes de los sans-culottes.

Pero ese término va a tener una historia. En general, va a estar asociado a las luchas de liberación nacional, la causa popular y el cambio político progresista. Sin embargo, las corrientes reformistas y la incidencia del revisionismo de derecha, más que el de izquierda, van a ir nutriendo la opción anodina, hasta mellar totalmente el carácter transformador revolucionario. Coadyuva a esto el abandono de la teoría revolucionaria, del marxismo leninismo, y la introducción de nuevas corrientes del “progresismo”, de “nuevas” ideas, inscritas en las reformas, en el mejor de los casos. La ofensiva ideológica desde los años 70 del siglo pasado va a afianzar esta tendencia al abandono de lo revolucionario y la asunción de los “nuevos” dogmas o paradigmas, que hacen trastabillar cualquier asomo de intento de tomar el cielo por asalto.

En buena medida, eso explica la naturaleza de esta nueva pero ya envejecida izquierda. Se ha nutrido, pero no de ideas radicales, de esas que van a la raíz de los problemas y de las salidas del mismo tenor. De allí que Saramago tenga razón cuando afirma: “Antes nos gustaba decir que la derecha era estúpida, pero hoy día no conozco nada más estúpido que la izquierda”.

La disputa siempre ha estado presente. Solo que a momentos apenas se trata de un ejercicio que no pone en riesgo el orden imperante, ya que ambas opciones juegan en favor del orden establecido. Pero las condiciones marchan hacia tiempos de confrontación radical. El desarrollo de las contradicciones de clase, de las luchas de las mayorías para hacer valer derechos elementales, deriva en el desarrollo de expresiones políticas más avanzadas que pueden convertirse en un peligro para el statu quo.

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