No somo críticos de cine o de series de televisión. Pero de este género de la pantalla hemos sacado no pocos argumentos e informaciones sobre este dramático capítulo de nuestra historia presente.

El documental La causa —realizado por el joven cineasta Andrés Figueredo— resulta un tanto crudo al plasmar, desde dentro, la realidad carcelaria en Venezuela, aunque se centra en la penitenciaría de San Juan de los Morros. Fotografía una realidad que nadie quiere ver. Las entrevistas que realiza a distintos protagonistas son suficiente material que corrobora las denuncias formuladas por instituciones abocadas al estudio de este drama, como el Observatorio Venezolano de Prisiones (OVP).

Reos, con armas largas y cortas, “garantizan” algo de convivencia. Con un sistema judicial interno muy propio y “expedito”. Ejecutan sentencias en tiempo récord. Las sanciones van desde el apuñalamiento de manos, al “cincuenta-cincuenta” —por eso del porcentaje de quedar con vida—, lo que consiste en un disparo en el estómago. Si te salvas bien. En algunos aspectos, lo gráfico intensifica el desprecio por esa vida tenebrosa. Muy a pesar del dejo religioso del documental, nos muestra Andrés la sociopatía en una versión naturalizada muy propia de quienes han alcanzado esa patología en tan alto grado.

Lo que bien pudiera ser un complemento a la obra de Andrés, lo brinda la serie argentina El marginalTrae a colación algunos aspectos del sistema carcelario que no se muestran en otros documentales ni largometrajes. Por su naturaleza de ficción, puede abarcar más aristas del problema. La vinculación de altos funcionarios gubernamentales con los jefes de las cárceles, que controlan a discreción, bajo el amparo del director del penal y de funcionarios del ministerio respectivo. Muestra lugares comunes de las cárceles latinoamericanas, como eso del cobro por las visitas, la esclavización de algunos reos, entre otras expresiones de la degradación humana que se alcanza en esos centros. Se puede extrapolar lo que narran en esta serie a lo que acontece en cualquier cárcel de Latinoamérica y el mundo.

En la formidable actuación del joven actor uruguayo Nicolás Furtado, como Diosito, se encarna el papel de un sociópata que, junto con el padre, brinda la configuración de personalidades graciosas que practican las mayores vilezas y maldades extremas. En la de Andrés, no son personajes de ficción. Son seres humanos que hablan de manera natural de vilezas que forman parte de la dinámica cotidiana. En la serie, estos sujetos tienen un final que parece marcar el rumbo en la vida real. No es fácil que el sociópata pueda ser reincorporado a la sociedad. Y la cárcel parece diseñada para envilecer y no para reeducar.

¿Cuáles son los recintos carcelarios más oprobiosos en América Latina? Los venezolanos, por la medida pequeña, compiten entre los primeros.

En la sociedad mercantil, todo es susceptible de ser convertido en moneda de cambio. De allí que una necesidad llega a cotizarse en cifras inalcanzables. La figura de “la causa” —un tanto adecentada en el documental de Andrés— se convierte en el principal mecanismo de extorsión para el privado de libertad y sus familiares. Además de ser un seguro de vida, es mecanismo de chantaje y de acumulación de capitales. Se convierte en una de las principales categorías que le dan vida a estos antros donde concentran seres humanos en un ambiente envilecido.

El chantaje y la extorsión se convierten en mecanismo de funcionamiento del sistema. La articulación del jefe de la cárcel —o pran— con el director, o con los jefes de los custodios y la policía, que terminan por recibir los beneficios correspondientes, forma un tinglado perverso que lleva a que la gente se inhiba de denunciar las cosas que suceden. Quien denuncia puede sufrir consecuencias mortales. De allí las inhibiciones, muy a pesar de que muchas instituciones han evidenciado la situación y canalizado las denuncias a escala internacional.

En buena medida esta historia se nutre a raíz de la instauración desde 2014 de una pax mafiosa que le permite a los pranes hacerse de algunas cárceles para que no se produzcan tantos motines y muertes en consecuencia. Magnífico el estudio realizado al respecto por el Centro de Investigación del Crimen Organizado (InSight Crime). De allí esa amistad pública de Iris Varela —siendo titular del ministerio de prisiones— con uno de estos sujetos. A cambio, los pranes hacen negocios que a la postre tendrán expresiones fuera de los recintos penitenciarios. Los beneficios les permiten contar con discotecas y demás diversiones en los propios centros. Eso se ha naturalizado y se habla del “Tren de Aragua” con bastante desparpajo. Forman parte de la cultura política y social en Venezuela.

A propósito de la detención de cuatro dirigentes de Bandera Roja y otros dos luchadores sociales —sometidos a la barbarie de estos depósitos—, se han motivado debates interesantes al respecto y algunas denuncias formuladas en declaraciones y artículos de opinión. Aunque se quedan cortas frente a las presentadas por la OVP. El sistema carcelario de Venezuela resulta emblemático como muestra de oprobio.

Una amiga que tiene un hijo detenido en el Centro Penitenciario de la Región los Andes (Cepra), en Mérida, nos narra las condiciones que allí se viven. Sin ser de las mejores, al menos cumple requisitos elementales como comida, algo de servicio médico, un tantico de uso de espacios de recreación y desarrollo cultural. No existe pranato alguno. No hay armas dentro del penal. Sus palabras nos hacen pensar que parece otro mundo en el que se vive. Sin embargo, frente a este sistema, la dictadura prefiere esa pax mafiosa que brinda beneficios a una larga cadena que parece llegar a altas esferas.

Resulta paradójico, como tantas cosas, que en medio de este lodazal el artículo 272 de la Constitución indique que: “El Estado garantizará un sistema penitenciario que asegure la rehabilitación del interno o interna y el respeto a sus derechos humanos”.

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