«Déjeme decirle, a riesgo de parecer ridículo, que el revolucionario verdadero está guiado por grandes sentimientos de amor. Es imposible pensar en un revolucionario auténtico sin esta cualidad. Quizás sea uno de los grandes dramas del dirigente; éste debe unir a un espíritu apasionado una mente fría y tomar decisiones dolorosas sin que se contraiga un músculo. Nuestros revolucionarios de vanguardia tienen que idealizar ese amor a los pueblos, a las causas más sagradas, y hacerlo único, indivisible». La reflexiva y crítica frase de Ernesto Guevara se sustenta en una de sus tesis fundamentales sobre la revolución: “Para construir el comunismo, simultáneamente con la base material hay que hacer al hombre nuevo”, señala en el mismo texto, escrito para el público uruguayo en 1965.

Esta frase del Che es el alerta, la chispa que nos hace escribir este texto, en el cual no pretendemos pontificar sobre la vía para la revolución socialista, sino que es más una reflexión pública sobre los problemas de la vanguardia revolucionaria y su papel en la construcción de una verdadera revolución. Éste ciertamente es uno de los grandes dramas de las revoluciones y de los revolucionarios. Por un lado, aquellas revoluciones que “descuidaron” -para ser condescendientes- la construcción de ese “hombre nuevo” (solo posible en el marco de la consolidación de las relaciones de producción y las condiciones materiales que lo hacen factible) concentrados en el desarrollo de condiciones materiales para la construcción del socialismo, ausente de aquella vital dosis de ejemplo revolucionario y de humanidad, y otros sustentando la edificación del socialismo en la fuerza educativa, abandonando la creación de las condiciones materiales para su consolidación.

Creemos que este ha sido el epicentro, el germen o la bacteria que ha conducido al fracaso de tantas revoluciones en el mundo entero. Pero al mismo tiempo, ha sido un estigma inevitable que debe convertirse en aprendizaje en el duro camino de los pueblos por su emancipación, y del hombre y la mujer por alcanzar la verdadera libertad y la liberación de las cadenas de la opresión y explotación del hombre por el hombre, alcanzando así una sociedad plena y humana en su sentido más hermoso.

Pero justamente, en el largo camino de la revolución, han sido repetidos los episodios que nos obligan a reflexionar sobre el carácter y composición de la vanguardia de esas revoluciones, en las que sin duda ha estado incubado, como es naturalmente factible en todo proceso social, esa “bacteria”, expresión individualizada del capitalismo defendiendo su propia existencia. Es la reminiscencia del capitalismo que encuentra en la desigualdad de los salarios y de las cargas de cada ser humano, la posibilidad de su reproducción.

Una bacteria es capaz de aniquilar, en su acto espontáneo por vivir y alcanzar plenitud en un cuerpo huésped, al propio cuerpo que la contiene, muriendo ella misma en su contradictorio acto existencial. Este pareciera ser el drama de la humanidad, repetido y novelado por la cultura universal. Sin embargo, existe la sospecha de que es una bacteria la responsable de la propia existencia humana, animal y planetaria; así de complejo es el asunto al que nos enfrentamos. No se trata de comprender este proceso para encontrar la “vacuna” como receta milagrosa, sino determinar en qué medida es posible hacerse lo menos vulnerable posible, para avanzar el camino de la emancipación revolucionaria de toda clase de opresión.

Uno de los asuntos a debatir entre los revolucionarios, y que forma parte de las condiciones de reproducción de la “falla de origen” es el «odio de clase» como “fuerza motriz” de la revolución. El propio Guevara confunde, en un momento de su vida y quizás como parte de su aprendizaje, el empuje revolucionario del resentimiento u “odio de clase” en el momento del choque violento de las clases, con las fuerzas de la revolución, en las que el resentimiento social, derivado en odio, termina por dar un empuje inevitable a tal choque y lo hace incluso más violento, sin que necesariamente esta fuerza tenga conciencia de su acción, salvo por la vanguardia. Ese resentimiento social, ese odio, es y ha sido generalmente utilizado por la propia clase dominante para su sostenimiento, y se vuelve en su contra cuando la habilidad de los revolucionarios la pone a disposición de los oprimidos circunstancialmente, o cuando se ha convertido en una fuerza mayor que la que la contiene; es decir, cuando es posible que exista una distribución de la riqueza algo menos desigual en la sociedad capitalista, que haga que baje el empuje del resentimiento y la ira natural de su sector más activo: el lumpen, cosa que solo es eventualmente posible en los propios y atribulados ciclos de crisis del capitalismo, al menos como espejismo circunstancial cuando se aumenta la demanda social para la realización de la plusvalía en mejores condiciones.

Este es, y con todo el respeto y admiración que le tenemos al Che, un error que quizás no tuvo tiempo de reflexionar por su muerte prematura. Sin embargo, debemos partir del principio de su propia contradicción. El empuje del desarrollo revolucionario de las fuerzas productivas es la base material para una nueva humanidad, y la fuerza del amor por esa misma humanidad y el ejemplo revolucionario son la fuerza espiritual, subjetiva (en unidad dialéctica con la base material) para su consolidación, pero justamente convierte en una primer etapa en la principal fuerza material. Pero el “odio de clase” no puede servir de fuerza para edificar nada, sino para destruir, en cualquier caso. Ningún resentimiento social u odio (que en el fondo es la aspiración irracional de apropiación del objeto de ese odio) edifica una nueva sociedad que busca anular justamente a la clase opresora, para hacer desaparecer simultáneamente como clase oprimida. El resentimiento entonces es una fuerza destructiva que anula la conciencia (razón) de clase en el sentido histórico de la necesidad de anularse como clase en sí. Es simplemente una fuerza destructora (irracional) de la propia condición humana que requiere una revolución, y en el fondo camina inevitablemente a la restitución de una sociedad de explotación, ya que inevitablemente esa es su aspiración; una fuerza que aunque sea vista en abstracto tiene el empuje de su materialización en la vida real, concreta, que al reafirmar su condición de clase, reafirma a su clase contraria, no la anula. Los proletarios buscan derrotar a los burgueses como clase social y no como individuos concretos, buscan derrotar la clase burguesa hasta la desaparición en su sentido de clase, y a su vez, esta lucha conduce a su propia desaparición como clase proletaria. Entonces, en última instancia lucha por desaparecer todo vestigio de la sociedad de clases. Por lo que toda reafirmación, entonces, de la condición de clase proletaria lleva consigo la reafirmación de su contrario, la clase burguesa.

Sin embargo, ese resentimiento u odio ciertamente es una fuerza material. El resentimiento primitivo de los sectores más pobres y deprimidos de la sociedad juega un papel innegable en la historia. Todas las revoluciones han contado con esa fuerza destructora. Las revoluciones burguesas y el surgimiento del capitalismo, lo violento y salvaje de esos procesos, sin duda fueron muestras de su poder. Pero también las revoluciones socialistas han contado con una dosis importante de ese “odio” como fuerza real, con la abismal diferencia de que en esas fuerzas el papel de la vanguardia determina el curso de la historia. Entonces, la vanguardia es un asunto vital. La muestra más cercana para comprender el poder y la fuerza impresionante de tal resentimiento, producido justamente por la sociedad de explotación o la sociedad de clases (no volveremos con los aportes de Marx, Engels o Lenin sobre este asunto), es el engaño chavista, cuya principal fuerza material es el resentimiento, y su principal fuerza de choque es el lumpen. Aquí, también una “vanguardia” ha estimulado conscientemente los sentimientos más primitivos que privan sobre la razón (conciencia de clase), y su fuerza ha sido utilizada para sostenerse en el poder político sin que medie disposición de que cambien en lo más mínimo las condiciones de reproducción de la sociedad capitalista, las condiciones de explotación.

La experiencia criolla materializa una de las cosas más terribles y lamentables como proceso para los revolucionarios, y de la cual sin duda hay que aprender: la combinación de un resentimiento de clase acumulado por años junto con la concentración del resentimiento y ansia de poder más furibundo y cínico en una pretendida vanguardia. No tenemos duda de que en la vanguardia, en la que justamente se concentra la conciencia más elevada de una sociedad (sin que necesariamente por ser elevada sea la más avanzada) está el asunto vital para los revolucionarios y para las revoluciones. Y este tampoco es un gran hallazgo, ya que el Manifiesto Comunista, casi 170 años atrás, determinaba como condición necesaria para la revolución la existencia de una vanguardia sólida. Nadie puede negar que en la década de los 90 existía una situación revolucionaria en Venezuela, pero no estaba lista la vanguardia para la revolución. Y otra, creada artificialmente por factores de la propia clase dominante y por necesidad histórica también, llenó ese vacío en 1998.

La cantidad de ejemplos sobre el papel de la vanguardia es hoy abrumador. En 2001 en una entrevista al albanés Laver Stroka sobre la restauración del capitalismo en Albania, encontramos un ejemplo contundente. Cuenta Stroka que Ramiz Alia (sucesor de Enver Hoxha) y quien participó en la guerra de liberación nacional como jefe de organización de la Juventud Comunista se hizo miembro de la dirección central del Partido del Trabajo en Albania luego de la revolución. En 1970, cuando un grupo comenzó a promover la liberalización de la economía en Albania, Alia era justamente la influencia guía dentro de este grupo. Pero durante ese proceso mantuvo una indiferencia externa hacia el grupo y se asoció con la sección revolucionaria del Comité Central. De este modo, maniobró a fin de mantenerse en una buena posición en la dirección. En 1982 Enver Hoxha presentó a Ramiz Alia como un “confiable camarada”. Alia a su vez se presentó en este proceso como un “gran amigo” de Enver Hoxha. En 1985 y tras la muerte de Hoxha, Alia fue elegido como el Primer Secretario del Partido del Trabajo por un solo voto.

Al principio, Alia hablaba todos los días de Enver Hoxha, no para promover la vida y obra del líder fallecido -porque el pueblo albanés sabía lo que Hoxha representaba- sino para asociarse firmemente a su figura con el objeto de ganar apoyo dentro del partido y de la gente. Durante este tiempo erigió estatuas de Enver Hoxha por doquier y nombró a varias organizaciones, lugares y empresas con su nombre. Una de las cosas que hizo posterior a esto fue forzar el trabajo “voluntario” durante todos los domingos aun cuando el trabajo productivo se iba a pique. Durante el proceso de revolución en Albania jamás hubo culto a la personalidad de nadie, ni estatuas ni calles. Stroka explica que Enver Hoxha dijo antes de su muerte: “para mí, no hagan ningún monumento; iré a mi guerra, a los partisanos, a los mártires de la lucha de liberación nacional”. Pero Ramiz Alia comenzó a erigir estatuas y a nombrar organizaciones tras la muerte de Hoxha, contrariando la enseñanza viva de éste acerca de cómo deben ser vistos los líderes de la revolución. Stroka recuerda que lo mismo fue promovido por los jrushchovistas y por el propio Nikita Jrushchov en la Unión Soviética, y que luego utilizaron para culpar al propio Stalin del “culto a la personalidad”, aun cuando habían sido ellos mismos quienes habían promovido esta tendencia, incluso contra la voluntad del propio Stalin.

La bacteria, materializada en detalles tan pequeños como los de la acción de un individuo en condiciones también objetivas de la inexperiencia en la construcción del socialismo, permearon absolutamente unas cuantas revoluciones hasta su destrucción. En el caso de la Unión Soviétiva el drama de la vanguardia fue mucho mayor, cuanto menos experiencia y más precariedad le tocó vivir a esta casta de revolucionarios. En la Rusia revolucionaria de los primeros años un extraordinario hombre, revolucionario genuinamente, daba pinceladas en sus escritos de lo que posteriormente sería el germen que contagiaría a los bolcheviques de la contrarevolución. Daba cuenta de Jrushchov antes de ascender en la estructura del poder soviético. Jhon Reed vio de manera directa, y avizoró en las conductas de Trotsky, Zinóviev, Kámenev, Radec, y otros, a unos hombres movidos principalmente por el resentimiento, cuyos conceptos del poder político, más que en sus textos y discursos, se materializaban en una práctica cotidiana que daba cuenta de hombres autoritarios generalmente, cuya acción se escudaba en su condición de intelectuales de la revolución. Reed utiliza su habilidad periodística para describir la primera bacanal en el Tren de la Tercera Internacional en la que Radec, Zinóviev y otros, utilizaban el prestigio revolucionario para beber, pagar jóvenes prostitutas y gozar de los privilegios del poder burgués, enmascarados en la trinchera de la revolución. Esa era una pequeña parte de la dirección política con la que contaba Lenin para la continuidad de la revolución, pero así como Lenin llevaba la muerte en una pequeña bala 22 infectada que poco a poco le produjo la muerte en 1922, así la revolución, desde sus inicios, iba infectada de muerte ya que justamente en el avance de la edificación de condiciones materiales y subjetivas para la consolidación de la revolución, el freno lo constituyeron en buena medida las acciones de estos individuos.

Volvamos entonces al Che. “Todos los días hay que luchar porque ese amor a la humanidad viviente se transforme en hechos concretos, en actos que sirvan de ejemplo, de movilización”. Reed no escribió sobre estos personajes en vano. De una manera menos directa que Guevara, pero implacable de igual forma, vislumbraba el derrumbe revolucionario en esos ejemplos provenientes nada más y nada menos que de los propios elementos de la vanguardia. Peor aún, la descripción que hace de la vileza con la que actúa Radec en Bakú en el marco de la Tercera Internacional, quien bajo los “intereses superiores” modifica el texto de Reed sobre la revolución en los países árabes rebajándola a un llamado a la Yijad, hace que Reed vea con dolor mortal el inminente fracaso revolucionario. Reed se vio en la obligación de renunciar a su condición de miembro del Comintern, lo que solo fue detenido por la súplica de Lenin, su amigo e incuestionable ejemplo del revolucionario.

Podríamos hacer extenso el texto inundando con datos provenientes de los propios revolucionarios. No podríamos jamás recurrir a fuentes burguesas o de propaganda vulgar de los cagatintas del orden mundial. Pero no podemos dejar de analizar esta circunstancia. Debemos entonces comprender que la tesis leninista respecto a la conciencia de la vanguardia y vulgarizada correctamente por Guevara en la fuerza del ejemplo revolucionario, y que es plasmada de manera aguda en el ¿Qué Hacer?, forma parte fundamental en la edificación de la vanguardia, ya que la solidez de la vanguardia es la única lumbre posible de la revolución.

Es impensable -e imposible- en términos de la edificación histórica y tal como indica la experiencia, una revolución socialista sin que quienes son la vanguardia tengan una condición humana elevada a tal dimensión; que encarnen en sí mismos la propia revolución. Y no se trata de la prefiguración del socialismo dentro del partido, que es un extremo dogmático y mecanicista del planteamiento. Guevara señala en otro escrito que “el eslabón más alto que pude alcanzar la especie humana es ser revolucionario”. Entonces, el revolucionario justamente debe ser el más elevado ejemplo de la nueva sociedad. Una revolución de estatuas es una farsa, pero una revolución que deba recurrir a la adulación, también lo es. Los que forman parte de la vanguardia deben elevar su condición teórica, su capacidad intelectual, su cultura, su talento, pero deben también tener una práctica correspondiente con sus propósitos históricos. Deben elevar su condición humana al más alto grado de desprendimiento, entrega, solidaridad, bondad y sacrificio, junto a ese espíritu apasionado que supone el amor genuino por la humanidad. Y la humanidad solo tiene una concreción en los individuos que la componen; ese amor a la humanidad es amor y respeto inquebrantable al humano mismo, al hombre y la mujer concreta. Es en definitiva la ética revolucionaria una fuerza material indelegable de la vanguardia en el camino hacia la revolución, y después, en ella.

Por otra parte, el exceso de confianza en la figura del líder de la revolución ha sido parte de los fracasos lamentables de grandes revoluciones. Ciertamente la relación dialéctica entre el individuo y la masa supone la existencia del dirigente, del líder como encarnación concreta de un momento histórico. Pero la vanguardia es justamente la encargada de encarnar de manera colectiva ese liderazgo. Y ese liderazgo, que simplemente no puede ser anulado por la propia vanguardia, debe ser la expresión genuina de una relación dialéctica. Así, el papel de la vanguardia radica frente a este asunto en su carácter organizador del movimiento de masas y la elevación de una conciencia que le permita a ese movimiento de masas asumir un determinado liderazgo. El Liderazgo individual en la historia es la expresión, la materialización, de un espíritu general en un momento histórico determinado; el liderazgo es la expresión del nivel de conciencia de un pueblo. Esta es la relación que existe respecto del papel de la vanguardia, en la educación y la elevación y organización de las masas al más alto nivel posible de comprensión del mundo, de su realidad y de sus condiciones. Así, el liderazgo, incluso en la edificación de la revolución, no depende ya de la fuerza del líder sino de la relación de un pueblo que se dota del líder que corresponde a su nivel de conciencia alcanzado. Un liderazgo estancado, entonces, supone un nivel de conciencia también estancado, que es una forma de retroceso histórico ya harto demostrado. Es una vanguardia que no cumplió su papel como forma de conciencia de la revolución. Pero este asunto, justamente, debe ser debatido y comprendido desde antes de la revolución. Y ciertamente ha sido objeto de debate, pero es fundamental refrescar. Cada momento histórico produce su personalidad. Pero determinar la posibilidad de que se encumbre el más dotado de talento en favor de una dirección del curso de la historia u otra, termina siendo una tarea de la vanguardia. Es por ello que en la vanguardia comunista el liderazgo se inscribe, o debe inscribirse, en los jefes más acerados por la doctrina marxista y en la teoría y práctica revolucionarias.

Los revolucionarios, y los dirigentes de la vanguardia revolucionaria, deben cuidarse mucho de quienes le hacen estatuas para inflamar el ego, pero aún más, cuidarse de un ego que se inflame con estatuas. Este es justamente uno de los principales instrumentos de los que se vale la infiltración (de distintos tipos) en la penetración en las filas revolucionarias. No podemos ser revolucionarios de vanguardia bajo el imperio de las miserias y odios propios de la burguesía y de un espíritu burgués dentro del partido. La dura decisión está en la selección de los mejores elementos que surgen de manera natural en el seno de las masas y se convierten progresivamente en parte de la vanguardia. Pero es un proceso de selección y debe serlo. Y requiere de sistematización y atención, principalmente a la primera condición, la condición humana de cada individuo. El criterio según el cual la vanguardia en condiciones de debilidad requiere recurrir a la flexibilidad en la selección de sus cuadros dirigentes, es estrictamente una falsificación de la necesidad real. Se requiere por el contrario afianzar, justamente, la solidez de la vanguardia, la selección exhaustiva y la consolidación de sus mejores elementos, bajo la democratización sistemática de la formación y elevación de los niveles de conciencia, unidos a una sistemática vigilancia revolucionaria que permita develar con tiempo a los Alia, los Zinóviev, los Radec y demás elementos descompuestos, proclives a ascender rápido en un partido “necesitado de cuadros”, con su facilidad de verbo, amistad y halago a los demás cuadros, siempre con la misión inmediata del ascenso rápido.

La fuerza de la costumbre, las reminicencias de la vieja sociedad como señalara Lenin, y cuya realización se expresa en la cotidianidad, tiene la facultad para mimetizarse en formas diversas, siendo la más sofisticada las formas revisionistas en su expresión más acabada; haciendo uso del marxismo leninismo, muchas veces escondiéndose, además, en sentimientos positivos para que su reproducción sea más legitimada. Allí se camufla el espíritu burgués entre los revolucionarios de vanguardia y la única fuerza material en capacidad de develarla es el aceramiento en la vanguardia del más elevado nivel de conciencia, es la conciencia como fuerza material, acompañados del más acendrado espíritu democrático desde la perspectiva revolucionaria.

El partido revolucionario debe ser el más elevado nivel de conciencia organizada de la humanidad. Formado con los mejores y más elevados elementos de la sociedad (esto es talento, cultura y capacidad, unidas a sentimientos de amor y una condición humana indoblegable y libre). Solo así, nutriéndose y nutriendo (formando) lo mejor de la especie humana entre sus filas, puede hacer una revolución con perspectivas realmente socialistas. Esta es la decisión dolorosa que debe tomar una vanguardia, y los cuadros de vanguardia, al unir ese espíritu apasionado y ese amor por la humanidad con decisiones duras que la hagan avanzar en lo que se debe hacer, en el momento en que se debe hacer y en pos de la humanidad. De lo contrario, lleva la bacteria inevitable de la descomposición, incluso antes de la propia revolución.

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