Cuando era joven leía mucho. Tenía tiempo. Un Mundo Feliz marcó mi forma de ver las cosas. La muerte de Bernard Marx, quien se suicida al descubrir el «horror» de la verdad tras haber vivido un mundo falsificado, me llevó a reflexionar sobre las grandes mentiras que daban sustento al universo conocido a mis 16 años. Mis amigos del Gustavo Herrera (unos pocos) tenían lecturas parecidas. Cosas densas sobre la realidad construían nuestras conciencias. La verdad adquirió temprano un sentido ético y existencial, dialécticamente surgido de la reflexión producida por la ficción.
Para quienes no tienen idea de este libro, es una versión sumamente culta y precedente de Los Supersónicos. Es quizá una afrenta esta comparación a esta fabulosa y premonitoria crítica al capitalismo, pero el drama que me rodea al ver a los jóvenes más avanzados sin leer nada medianamente inteligente, me lleva a usar este recurso. Incluso, los pocos que leen lo hacen con una literatura llena de mentiras, tergiversaciones sensacionalistas, deformaciones progresivas y seculares de la realidad. Así, lo poco inteligible del mundo que para ellos se crea, es ya deforme, irreal, manido. Es un mundo falaz.
La empiria se ha abierto paso por velocidad, muy por encima de la razón. Pocos prefieren la verdad, síntesis de la relación entre la realidad y el pensamiento. La premura le gana a la verdad porque ésta es lenta y chocante por naturaleza. Requiere reflexión. No se trata de ficción, que puede ésta comprender la verdad. La indiferencia frente a qué es verdad o mentira tiene un sabor y velocidad más seductores. La verdad no es relevante. No es actual. No es un Beta.
El ejercicio masivo de la mentira no es nuevo aunque lo parezca. La sutileza con la que se han ido fabricado argumentaciones fantásticas sobre el mundo actual, los matices increíblemente imperceptibles con los que van aderezando «la verdad», han ido engranando un mundo prêt-à-porter para el Poder. El universo entero ya a esta altura es un gran Fake News. Desde la propia Biblia -adaptada según los preclaros intereses de Constantino en el primer concilio ecuménico para evadir quizás la revolución cristiana-, hasta la idea de Cristo ya no es cierta sino una «verdad oficial».
Una imperceptible maquinaria mediática irradia de fama a quienes están dispuestos a mentir. Luego, afamados ya, apoderados de la autoritas legitimadora de las mayorías, mienten con total desparpajo. Se asesina al arbitrio a 25 millones o a 3 millones en las fauces de Hitler o de Stalin, dependiendo dicha cifra o su perpetrador, del auditorio al que está destinado el discurso. El Holodomor se equipara al Holocausto, dependiendo de la ideología a la que se quiere hacer mella. La estridencia de la cifra o del hecho no persigue rigurosidad histórica, mucho menos la verdad, sino el espanto y el escándalo del público como soporte argumental. En los más decentes, el silencio se convierte en una forma extraordinariamente eficiente de mentir. Ocultar, obviar la contraparte del todo histórico, se hace un ejercicio habitual.
De la mano de William Hearst, padre de la llamada prensa amarilla (el amarillismo), uno de los más grandes engaños de la humanidad ablandó las trincheras rusas de Stalin en la preguerra de Hitler contra los bolcheviques. Hearst fue recibido por Hitler en Berlín en 1934 como invitado y gran amigo. El ultranacionalista, dueño de 25 diarios, 24 periódicos semanales, 12 emisoras de radio, 2 agencias de prensa internacionales, un negocio de publicidad cinematográfica y la empresa de cine Cosmopolitan, se dispuso de inmediato a apoyar las ideas del Führer contra la Urss. El 18 de febrero de 1935 la primera página del Chicago American y el resto de medios de Hearst «informaban»: 6 millones de personas muertas a causa del hambre en la Unión Soviética.
Pero las epidemias de esa época eran frecuentes. No hubo tal cantidad de muertes en ese momento exacto pero las hambrunas recurrentes y las epidemias eran fuente de muertes inevitables durante ese período. Los decesos y asesinatos en un país recién salido de la monarquía zarista y sumido en una brutal y despiadada guerra civil, atizada desde el exterior por Alemania y en los prolegómenos de una segunda guerra mundial, resultaba inevitable. Aunque entre 1918 y 1920 una epidemia de gripe española causó la muerte de 20 millones de personas en EEUU y en Europa, nadie acusó en aquel momento a los gobiernos de estos países de asesinar a sus propios ciudadanos. Sin contar los millones de indios asesinados en el etnocidio más grande de la historia tras la expansión del Estado de la Unión, o las muertes de la primera guerra mundial que fueron estrictamente causadas por las pugnas entre los gobiernos capitalistas de la época, casi 90 años después se repite el titular de William Hearst como una verdad incuestionable y definitoria del mundo actual. Y este es solo un pequeño ejemplo.
Hoy, la historia humana es una especie de supermercado de mentiras, un abasto de deformaciones en las que cualquiera blande una verdad «porque lo dijo un gran autor o medio». Se hace conveniente, políticamente correcta, adaptada. Así, la verdad pierde su relación vital con la realidad y la razón, y se abre paso en el afianzamiento de determinado interés mediante sentencias y axiomas inalterables.
¿Qué es verdad? Ya no es relevante. Es la que se quiera creer. La que se tiene a mano en el Breaking News de la cotidianidad. La que ofrece eficientemente el Poder para facilitar la mejor «atención» a otras cosas «importantes» de momento.
La BBC lanzó recién una nueva bomba. Aquel titular de los 70 en los que el hoy arrepentido Francis Fukuyama decretaba el fin de la historia (y de la verdad), hoy palidece ante la nueva «catástrofe». ¿Existe la realidad?: el experimento que comprueba por primera vez que a nivel cuántico no hay hechos objetivos dice el fantástico titular informativo. Es irrefutable. Ya ni la realidad existe. No hay que leer más. Mucho menos las letras pequeñas. El experimento, estrictamente trabajado a niveles nanométricos y en un espacio en el que «la reglas que rigen nuestro mundo parecen no aplicarse de la misma manera», prueban «a ese nivel» que no existe la realidad objetiva, esto es: ha muerto la verdad. Nadie repara en la referencia a «nanométrico». Pero se eleva esto como filosofía al mundo humano y Voila: tenemos doctrina. La gran trampa está en la pregunta del titular: «¿Existe la realidad?». Pero nadie se percata. Se desvanece en el escándalo del nuevo axioma. La realidad ha desaparecido y con ella… la verdad.
Microverdad
El cerco hoy se erige incluso bajo las propias espadas de algunos defensores de lo veraz. La retórica de «lo irrefutable» plena los pasillos del debate cotidiano, del debate político, ni hablar del histórico. Y en ese debate emerge lo que pudiéramos llamar la microverdad, masificada por una herramienta fabulosa de 140 caracteres que hoy se expande a 280 para hacer más verosímil la expresión. Una ampliación de la posverdad, maravillosa por supuesto para el poder fáctico.
La microverdad no solo se limita al Twitter. Es la adaptación por segmentación conveniente del ámbito objetivo. Es la falsificación del mundo real; el resumen del universo a consignas. Al ser solo una pequeña parte, pierde su relación con la totalidad y su posibilidad dialógica con el pensamiento. Siendo que las sentencias sean verdaderas o falsas, la retórica segmentada logra que esta relación no sea relevante. La verdad como síntesis dialéctica entre la totalidad objetiva y el pensamiento, pierde sentido de manera imperceptible. Todos celebran el sentido práctico del instrumento. La bacanal de la palabra embriaga con forma y velocidad al contenido. Nos lleva a ese sentido nanométrico en el que, y de acuerdo al experimento citado, la realidad es la que cada quien quiere asimilar.
Esta nueva herramienta combina dos esferas fantásticas que torcieron desde siempre la voluntad de lo objetivo: los titulares (sentencias) y la posverdad derivada. La tenue línea divisoria entre lo que puede ser aparentemente verdadero y no ser real, y lo que siendo real puede aparentemente no ser verdadero, se diluye en el mundo de la microverdad y no deja lugar a dudas. La absolutización del mundo se condensa en la práctica y deslumbrante herramienta de la sentencia. La línea de tiempo de las microverdades no es una integralidad verosímil sino para acuciosos. El mundo se presenta fragmentado, axiomático y cómodo. Se hace confortable.
Recientemente, a propósito de la muy buena iniciativa de algunos pocos periodistas dispuestos a defender la verdad y su relación vitalmente armónica con la realidad, se ha viralizado el chequeo de noticias falsas y ha permitido asomar la cabeza de un debate que tiene el tamaño del mundo. De esos poquísimos dispuestos, no todos (por tanto muchos menos) están decididos a llevar esto hasta «sus últimas consecuencias», ni tienen además el instrumento para lograrlo. Además ¿chequearán todas las mentiras o solo las posibles o convenientes de descubrir? En esto hay elección. El silencio, ya hemos dicho, también es una forma de mentir.
Por otra parte, los matices con los que se legitima la mentira son de una sutileza cada vez mayor. Recientemente un debate sobre el incendio de uno de los camiones de ayuda humanitaria en la frontera entre Colombia y Venezuela, daba cuenta de este fenómeno. El universo de las sentencias y los titulares construyó dos posverdades. La del chavismo oficial y la del grupo dirigente fáctico de la oposición. Un reportero agudo encontró una delgada hebra de verdad, apenas expuesta en unas muy pocas imágenes. Y de ahí tiró. Deshilachó la mentira pero ya era tarde. Solo la autoritas del medio en el que trabaja sacó a flote la versión, que al menos a un pequeño grupo nos permite conocer tangencialmente lo que sucedió, ya de forma manida. Pero ¿qué hubiese sido de este ejercicio de defensa de la verdad sin este instrumento de difusión masiva, el mismo que tantas veces ha sido sepulturero de otras verdades?
Esta interrogante abre nuevamente la reflexión. La verdad está hoy sujeta a la posibilidad de que sea expuesta, masiva y eficientemente, ante el mundo. Pero quienes tienen a disposición esta herramienta pudieran preferir mentir. Increíble reto para los mortales como nosotros, sin poder ni recursos, defender la verdad del interés político y/o económico. Esto representa de por sí un gran reto.
Desde la mentira se fraguan héroes artificiales y se elevan a héroes los renegados. Se condena al olvido grandes acontecimientos o se reconstruyen de manera absolutamente diametral a lo que fueron; se moldea el pasado para justificar la verosimilitud del presente. Es un ejercicio permanente que se va haciendo cotidiano, se va asimilando como conducta natural en la sociedad. La duda se va haciendo sospechosa, traidora, un cuerpo extraño. Foucault lo advertía en la microfísica del poder, esa fuerza que adquiere vida propia en la sociedad más allá de la dominación directa; lo dado. El mundo sigue el curso que la posverdad ha ido construyendo lentamente como dado.
Imaginemos ahora la sumatoria de mentiras que se abrieron paso a lo largo de los siglos, apalancadas por la eficiencia de la herramienta que media entre la sentencia de alguien, su interés político y económico, la verdad, y el resto del mundo y sus generaciones presentes. Visto así, ¿No debemos tener al menos la decencia de dudar de todo lo que se nos presenta como verdad, incluyendo acusaciones, crímenes, holocaustos y tragedias que quizá simplemente no existieron, o lo menos no como se presentan hoy? Imaginamos por un segundo que los victimarios pudieran haber transferido sus implicaciones a otros con el recurso aplastante que brinda el poder.
Nuevo mundo
El mundo es hoy una gran falsificación. La historia completa ha sido pervertida a conveniencia. Para Karl Marx esta era una condición propia de la existencia. Explica que «la manera como se presentan las cosas no es la manera como son; y si las cosas fueran como se presentan la ciencia entera sobraría». Nos invita, con ello, a pensar científicamente al mundo.
Visto así, de la necesidad de pensar el mundo de una manera más compleja, debemos asumir al menos que una persona no es un brazo. Un riñón. Una palabra. Su condición de existencia no puede segmentarse y menos alterarse por fragmentos sin hacer que pierda su esencia. La racionalización de las expresiones físicas o sociales del mundo no pueden trocearse tampoco. Pero si alteramos separadamente cada parte y les adjudicamos determinadas sentencias como la verdad, incluso sin alterar el resto, la totalidad perderá esta relación vital entre realidad y pensamiento. Pierde absolutamente su condición verídica. Impregna todo de falsificación.
La noticia generalmente es un fragmento. El instante fugaz de una circunstancia. Hoy, aunque escrita o hablada principalmente, es una imagen, una lasca tangencial del espacio-tiempo que se presenta como verdad. Tiene sus defensores, sus ejércitos y sobre todo sus herramientas. Y éstas a su vez tienen dueños y con ellos, intereses. Pero el primero en esa cadena es el periodista, el ojo que ve el instante petrificado y en una crónica luego le da movimiento. En él está el sentido de totalidad o la fragmentación falsificadora del mundo. Es quien media en modo primario entre la realidad y la verdad, divulgada luego para quienes no tienen de manera directa la relación. En el periodista está hacernos tomar agua «del» Guaire o «en el» Guaire, con todo el peso político que este ligero cambio de artículo puede contener. El matiz se hace determinante en estos casos. Se hace definitorio y definitivo. Es la distancia entre la verdad y la mentira del mundo.
Sin embargo, la microverdad eventualmente hace posible que la verdad sobreviva, al menos en esos fragmentos. Pueden quedar como un estigma. Una señal abandonada en una cueva en la que hubo fuego; la memoria jeroglífica de la verdad queda ahí, esperando que la mente acuciosa de alguna nueva juventud la descubra. Y aunque pierde su vitalidad concreta, preserva la latencia futura del pasado. Puede volver a vivir como la semilla abandonada, que no es el árbol pero sí la potencialidad. Pero ni remotamente basta.
Hoy, defender la verdad plena y total es una urgencia impostergable. Es vital defenderla incluso a nuestra propia costa. Vale la pena el riesgo. Dejar constancia permanente de su existencia en la forma que sea. La ignominiosa falsificación del mundo actual tiene la fragilidad de enfrentarse a la memoria, y a ese pequeño y mortal ejército que la batalla desde la ficción o desde el periodismo. La historia volverá a cambiar porque la humanidad no está en disposición de suicidarse. El pasado será otro, tarde o temprano, y no el que se nos impuso por avasallamiento circunstancialmente. El mundo inevitablemente también será otro y lo que hoy se nos vende como Un mundo feliz, se esfumará con la incandescencia de la luz de aquel faro de Huxley; la verdad que nos espera en nuestras costas.
Buen día Camarada ante todo un sincero saludo revolucionario extensivo a todos los militantes y amigos de está organización política. Para mi no es nada nuevo sus años de lucha por las conquistas de libertades sociales en beneficio de nuestro país que he seguido desde mis años de juventud desde Caracas u ahora aquí en Oriente actualmente estoy resideciado en el municipio guanta del Estado Anzoátegui observando como el gobierno local reprime a la juventud y somete a tanta miseria y hambre a las barriadas populares de está entidad sin que nadie se le oponga por temor a sus esbirros de los cuales les puedo dar información. Me gustaría compartir ideas y participar junto a ustedes en esta lucha a su vez me indiquen como ponerme en contacto aquí en cuanta o en puerto la Cruz para sumar esfuerzos en esta lucha