Asistimos con perplejidad a una nueva masacre, la Masacre de El Junquito. En esta oportunidad trasmitida en directo, vía redes sociales, por la propia víctima, Óscar Pérez, piloto y exfuncionario del CICPC que en 2017 salta a la palestra pública oponiéndose rotundamente al régimen, devenido en dictadura asesina.

Ejecutó dos operaciones militares de efecto mediático importante, las cuales tuvieron una característica que lo define como un rebelde con causa y ética. En ninguna hubo víctimas, ni heridas, ni bajas civiles ni militares. Su propósito era enviar mensajes a la sociedad y levantar al pueblo en legítima rebelión contra el régimen. Por eso, cuando le definen insistentemente como terrorista para justificar la masacre en la que fue asesinado, la mentira salta a la vista de cualquiera.

Sin embargo, en la sociedad venezolana venimos viviendo niveles cada vez más crecientes de incredulidad, alimentados sistemáticamente por el régimen a través de una política comunicacional que nos hace recordar la Alemania nazi. Lo que pareciera “locura” o desorganización, resultan ser estrategias muy bien definidas y con objetivos psicológicos, políticos y sociales bien estudiados. Busca esta política comunicacional crear matrices de opinión que sirvan a los objetivos de la dictadura, como crear desesperanza, incredulidad en liderazgos con algo de prestigio, desconfianza en la política, entre otros. Esta política comunicacional se expresa en los medios de comunicación no gubernamentales, sobre los cuales se ejerce permanente presión, en los gubernamentales y en las redes sociales. Éstas últimas terminan siendo el único recurso comunicacional utilizado por las diferentes oposiciones al régimen para llegar a amplios sectores de la población, con el alto nivel de incredulidad que conllevan como novedad tecnológica.

En este clima de represión, desmoralización e incredulidad, aparece la figura de Óscar Pérez, para ser reconocido por algunos como un héroe, salvador y líder que necesitaban. Otros, creyeron que se trataba de un personaje que respondía a la política de la dictadura y su misión era desviar la atención de la crisis que vive el país. Para otras personas fue quizás un soñador, un Quijote que se aventuraba a enfrentar al régimen con la esperanza de lograr el apoyo de las masas y desatar la gran rebelión que dará al traste con esta pesadilla. La dictadura madurista hizo todos los esfuerzos comunicacionales para desacreditarlo y preparar su ejecución física y simbólica lo más pronto posible. Para esta dictadura se hace urgente acabar con cualquier individualidad o grupo que luzca como alternativa verdadera pueda despertar en la población una nueva esperanza para la rebelión popular y ciudadana. De allí que el régimen ha escogido y promovido incluso a sus adversarios siempre, dejando por fuera, bien sea invisibilizándoles o eliminando físicamente, a quienes realmente se le oponen con alguna posibilidad de superarlo. El tamaño del significado de Óscar Pérez para esta dictadura, es de igual dimensión que la saña impúdica con la que lo ejecutaron y enterraron sus restos.

Ante la estafa que vivimos desde hace ya casi 20 años, es una necesidad colectiva e ineludible levantar una nueva esperanza. Vimos las actuaciones del régimen en 2014 y 2017 ante las rebeliones populares que se desarrollaron y mostraron las reservas de lucha que tenemos como sociedad. De ninguna manera quiero soslayar la sistemática represión que ha acompañado al régimen, desde su génesis. Represión diseñada y ejecutada por Chávez con guante de seda y mucha actuación mediática, para ocultarla, y para moralizarla con el cuento de la “revolución” y el “socialismo del Siglo XXI”, aderezada con un presupuesto multimillonario que le servía como contención de cualquier intento para desenmascararlo y enfrentarlo.

Así la continuó Maduro, con la diferencia de que se le acabó la renta petrolera y aparece en su escenario el agotamiento de la población sacudida por una crisis económica y social nunca vivida en los años nuestra historia republicana. Esta es una realidad que a Maduro como dirigente principal del régimen lo ha colocado ante la disyuntiva de atreverse a utilizar una férrea represión abierta, generalizada y puntual, o verse sobrepasado por la fuerza libertaria del pueblo venezolano.

Como dictador sabemos bien cuál alternativa ha elegido y nos ha mostrado sus dientes, asesinando de manera vil a jóvenes e incluso adolescentes, mujeres y hombres, ante las cámaras de miles de teléfonos y lentes de reporteros gráficos y periodistas. Pero se ha cuidado mucho que los medios tradicionales disfracen esas noticias de tal manera que queda siempre la duda razonable sobre los hechos. Es en este escenario que se da esta nueva masacre que le sirve al régimen para hacer el intento de convencerse de que asesinando a Óscar Pérez y al grupo que le acompañaba acaban con la posibilidad de una nueva oleada de rebelión; que secuestrando los cuerpos inertes e impidiendo a las familias sepultar a sus seres queridos, podrán eliminar las evidencias de su barbarie y evitar el homenaje social que pudieran recibir del pueblo venezolano.

Los viejos asesinatos

Pero esta espantosa masacre, aunque para muchas personas sea lo más terrible que han visto, no es una novedad en Venezuela. Hay quienes creen que nunca habíamos vivido estos exabruptos y también quienes quieren ocultar hechos similares de la historia contemporánea.

El hecho, inevitablemente, trajo a mi memoria otros duelos, no solo la lista de varias masacres que lleva el régimen en su haber, sino las muertes recientes de jóvenes en 2014 y 2017 como Génesis, Geraldine, Basil, Neomar y otros que fueren asesinados por salir a la calle a expresar su descontento. La Masacre de El Junquito me refrescó dolores viejos, por la coincidencia en cuanto a la crueldad aplicada a los asesinados y a sus familias, al negarles posibilidad de ritual velatorio y entierro.

Los asesinatos de Jesús Alberto Márquez Finol (Motilón), de 37 años de edad (de la Dirección Nacional de Bandera Roja) y Noel Rodríguez, de  27 años de edad (dirigente de Bandera Roja en Caracas), ambos mis amigos personales por allá en el año 1973, bajo la presidencia de Rafael Caldera, solo se diferencian de los asesinados en El Junquito porque las redes sociales pudieron documentar la barbarie cometida en el último.

Ambos, Jesús y Noel, fueron asesinados vilmente. A Jesús le montaron una cacería con saña funcionarios del SIFA y la DIGEPOL (hoy Dgcim y Sebin). Sus asesinos le temían y en grupo lo acribillaron por la espalda, y lo remataron con tiros en la cabeza, la cual le quedó totalmente despedazada y sin masa encefálica. Gladys Azuaje, su compañera, lo localiza en el Hospital Militar, antes de ser llevado a su tierra natal en la Villa del Rosario, en el Zulia. Ella narró:

«Solo una sábana cubría su cuerpo, tenía hematomas y quemaduras de balas en la cara y toda la parte posterior de la cabeza, está rellena de algodón por la pérdida de la masa encefálica».

Luego de ser asesinado en la calle, a pesar de estar desarmado, y rematado con más de 40 disparos, su cuerpo inerte fue secuestrado y enterrado sin familia, con el ataúd sellado para esconder la evidencia. Solo su esposa y los esbirros de la época estuvieron presentes en un entierro impuesto y sin rituales.

En el caso de Noel Rodríguez, fue secuestrado vivo, torturado hasta la muerte y desaparecidos sus restos por más de 30 años, hasta que los encontraron en 2013. Por cierto, este compañero fue nuevamente secuestrado, en memoria, por este régimen chavista, aparentando que era un «muerto del chavismo». Nada más alejado de la verdad. Noel fue y será un muerto de los revolucionarios de Bandera Roja, siempre opuestos al chavismo desde su inicio.

Los asesinatos de El Motilón, Noel Rodríguez en 1973 y Óscar Pérez y su grupo en 2018, son expresión de políticas semejantes que han ejecutado quienes han detentado el poder desde 1958 hasta esta parte. Solo buscan permanecer en poder a costa de lo que sea y de quien sea. En el fondo, en nombre de la “democracia representativa” o la novísima “democracia participativa”, cometen masacres, reprimen e invisibilizan a organizaciones o liderazgos que pudieran poner en peligro su permanencia en el poder. El bipartidismo y el chavismo son el “mismo musiú con diferente cachimbo”. Ambos regímenes tienen en común la represión en diferentes escalas y magnitudes contra quienes se le oponen y representan los intereses y necesidades de las mayorías.

El asesinato de Óscar Pérez y los rebeldes que le acompañaban, vienen a engrosar la larga lista de hombres y mujeres que han entregado su vida por luchar contra el poder establecido. La Masacre de El Junquito puede ser el catalizador para que el pueblo venezolano comprenda que la salida del poder de Nicolás Maduro está en sus manos, en la organización ciudadana, en la movilización popular, en la combinación de distintas formas de lucha, aunque parezcan contradictorias. Solo con una fuerza de base, democrática y realmente unitaria y conducida por una vanguardia o dirección política con talento, que responda a los intereses de la mayoría y deje de lado la mezquindad y el sectarismo, podrá el pueblo venezolano labrar el cambio político de Venezuela para iniciar la reconstrucción nacional. Honor y Gloria a los caídos.

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