La naturaleza tiene sus bemoles pero no siempre es impredecible. El avance de la ciencia ha permitido que podamos prever el desenlace de un evento natural e incluso prevenir los efectos negativos que conlleva. La tragedia de Vargas de 1999 fue un hito en los desastres naturales en Venezuela. Es nuestro punto de comparación contemporáneo.

Cuando apenas llegaba Chávez al poder, en la vaguada de Vargas hubo una respuesta relativamente rápida, correspondiente con una institucionalidad estatal maltrecha pero estable y medianamente coordinada.

Fue rápida la evacuación, la organización de los apoyos, la coordinación de las instituciones, la ubicación de refugios y el traslado de las personas. A pesar de ello, el número de pérdidas humana fue muy grande y los cuentos sobre lo que allí pasó en los primeros momentos de la crisis, son terroríficos.

Porque en las tragedias, sale lo mejor de la gente y se materializa el valor de la solidaridad, pero también sale lo peor de las personas, principalmente del grupo humano que Marx llamó el lumpen.

Los lumpen no se identifican con ninguna clase. Se arriman a la primera que les permita sacar mejor provecho en una determinada situación y se mueven solo por su propio interés, a costa de lo que sea y de quien sea.

En el caso de Las Tejerías, la ayuda no tardó en aparecer. La gente organizó colectas que en oportunidades parecía excesivo, porque todas las organizaciones de toda índole armaron un centro de acopio. Pero la duda natural, frente al desorden que es el Estado venezolano actual, es sobre ¿cómo se logra que toda esa ayuda sea distribuida y llegue a quien realmente la necesita? Y no tardó en aparecer la denuncia.

Parece natural solidarizarse, pero no es una respuesta absoluta o universal. No todas las personas son solidarias, porque el sistema social que impera promueve valores contrarios, su base es la libertad individual y la explotación de unos por otros y tiene como leitmotiv el individualismo.

Aparece el “yo” y “los míos” en contraposición al “nosotros” y el “todos”. Desaparece la idea de sociedad y de colectivo y los “otros” se consideran enemigos, contrincantes, mucho más cuando lo que se juega es la vida.

Denuncias sobre la inhumanidad

El costo de morir. El servicio funerario es necesario, pero es un negocio detestable. Convertir en mercancía la muerte es un exabrupto del libre mercado y del sistema capitalista, en el que todo es o puede ser una mercancía, si hay la necesidad.

Presentar a la muerte y el ritual de despedida como un bien preciado, es una responsabilidad de la religión, que busca exculpar las penas y deudas no saldadas en la vida. Pero es la ley de oferta y demanda la que establece los costos.

En la idea de darles “santa sepultura” a los familiares que murieron y que la muerte sea digna, como si fuese eso posible, los mercaderes fúnebres cobraban sumas impagables a quienes no tienen nada, porque lo perdieron todo.

Las funerarias, los servicios de furgonetas y los cementerios debieron ser los primeros llamados a ser solidarios en la tragedia. Y el Estado debió establecer acuerdos con esos comerciantes para exonerar el pago de los servicios o asumir los gastos, en medio de la tragedia multiplicada que supone la pérdida humana y la pérdida de todo.

Entonces, las personas que vieron cómo la corriente de un río indomable se llevó a sus familiares, sin superar ese dolor, tuvieron que buscar cómo pagar los servicios de traslados y de cremación de sus familiares que alcanzaban los 500 dólares, más de 15 salarios mínimos.

La “matraca” de la seguridad

Por su parte, la Guardia Nacional Bolivariana e integrantes de las Policías, encontraron en la desgracia una alternativa de matraca.

Porque si algo tiene el lumpen, es la capacidad de encontrar en cada circunstancia un resquicio de aprovechamiento personal.

Los vehículos que trasladaban lo recogido, eran detenidos porque “el paso está restringido” y entre el afán de entregar las ayudas organizadas por la solidaridad y la naturalización de la “matraca”, un nuevo negocio surgió. Encontraron el resquicio.

No tengo la certeza de que algo así haya pasado en la Vargas de 1999, pero tengo el recuerdo lejano del respeto que inspiraba para aquel entonces la policía y la Guardia Nacional. De lo que no tengo duda, es que la matraca haya existido en Tejerías, menos cuando en una visita obligada a un centro de detención de la PNB en días pasados, funcionarios conversaban sobre la guardia obligada que les tocaría realizar en Las Tejerías y uno de ellos preguntó: “Pero qué, ¿allá hay plata? Y al verme otro replicó: “Curso, hay que ser solidarios”, un comentario obligado ante mi presencia.

La solidaridad no es suficiente

La solidaridad es necesaria para el momento cumbre de la crisis, pero no se basta por sí sola. Porque no es perenne. Incluso, mientras escribo estas líneas, las lluvias han desbordado otras quebradas, hay zonas en crisis y otras tantas en riesgo. Hoy hay más personas perdiendo sus casas, su vida o a algún familiar. Y ya los acopios para Las Tejerías mermaron, aunque la gente que perdió todo entonces, hoy sigue sin nada.

La ayuda que se consiguió no se distribuyó de manera eficiente y las denuncias de personas de las zonas altas, que quedaron rezagadas de las ayudas, siguen presentes en los medios de comunicación. La expectativa de solución para esas familias no existe. Lo que abunda, además del dolor, es la incertidumbre.

El Estado como institución de control de la paz social y de estabilidad del status quo, apareció para cumplir un rol. Y es justamente en estos momentos de crisis en los que se ve más claramente dibujado su papel.

La responsabilidad en la planificación de viviendas y de lo que un urbanismo requiere, pero también en el mantenimiento de drenajes, de quebradas y de diques de contención.

Cuando un gobierno no es capaz de responder adecuadamente, es porque quienes están en el poder no tienen la capacidad para estar ahí. Las consecuencias de la omisión de los gobernantes recaen siempre en las poblaciones más pobres, los más vulnerables. Incluso, la ocurrencia del desastre que cobra vidas, aunque pudo ser prevenido, es una responsabilidad directa del Estado.

Lo fue en 1999, porque no se hicieron los trabajos urbanísticos correspondientes y construcción de muros de contención que se habían alertado, pero hubo capacidad de respuesta y atención a las víctimas. Y lo es ahora, ante el desastre de la crecida de los ríos en medio de la improvisación de viviendas ante la ausencia de oportunidades más adecuadas.

Pero hoy es peor, por la incapacidad de organizar la atención y el desastre humano de corrupción y miseria que reina en las instituciones públicas, que afecta aún más a quienes sufren los efectos de la tragedia.

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