«Respiraba torpemente, con arritmia. Lo había buscado en los rostros que se iba tropezando. Andaba otro tramo y se detenía a mirar el suelo esculcando la calle, tratando de contener el desespero, pero ya no era a él lo que buscaba. Se devolvió cuadra a cuadra y no lograba recordar dónde exactamente había tintineado la llave. No quería dar más vueltas, quería largarse, llegar, abrir la puerta y entrar a salvarse en el rincón pulcro, blanco y amontonado que había armado durante meses como habitación; que había compartido ocasionalmente con él.
«Caminó por la tarde desde Capitolio hasta Bellas Artes, pensando: ‘Qué cobarde fue. No intentó siquiera acercarse y mirarme a los ojos’. Seguía sola y no descansaría hasta encontrar la maldita llave. Pensó que no sabía cuál había sido el momento pero… le creyó de veras la excusa: ‘No hay espacio para dos. Eres tú, o lo que yo quiero. Ya no hay muchas vertientes que digamos, no puedo decidir sobre esas cosas, tienes que entenderme’. Cobarde, decirme eso. La seguía buscando, pero ¿abrir el cuarto y encontrarlo? Mejor buscar la llave todo el día, toda la tarde, toda la noche, tener una excusa para andar y no regresar. Buscar la llave era tratar de llegar al cuarto, pero mejor buscarla que tenerla y abrir y hundirse en el nicho de la habitación. Así que andaba hacia adelante, hacia atrás, volteaba y miraba cada borde preocupada por los obstáculos y las asquerosidades regadas entre pies desesperados por llegar a sus casas. Pero no había llave y se devolvía de nuevo al punto de partida, cinco cuadras hacia arriba.»
Primera Parte
Algo así pretendí escribir al comienzo sabiendo mucho más de lo que me imaginaba. Pero luego de unas cuantas reflexiones rituales me decidí mejor por abordar la escena desde su cuarto, lambisqueando alguna galleta, o mejor, sus propios dedos viendo televisión, mientras él, en otra parte, se entregaba por completo a otra cosa (que siempre se considera más importante), por su lado. Ella metida de cabeza en su cama, con la almohada regada y absurda, frente a la pantalla medio sintonizada; onomatopeyizar con un shhhhhss, el sonido del televisor. Esas cosas de la nueva tendencia. Lo estuve pensando durante casi cuatro días y no entraba a escribir nada todavía. Cuando me quedaba así, un tiempo, siempre producía más que en otras oportunidades, pero si me obsesionaba demasiado con la idea, se iba complicando un poco el asunto. Empezaba a imaginarme su pelo, su fragancia. Sin escuchar ni ver a Luís hablando; me golpeaba la espalda: epa Eugenio. Pero me abstraía tanto de la realidad que hasta esperaba verla salir de pronto y acercárseme. Me concentraba terriblemente en la narración, las formas literarias, los recursos discursivos y las técnicas que habría de combinar para lograr un acabado, una pintura, que lograra crear las sensaciones y la expresividad necesarias para convencer, para convencerme, de haber escrito algo genial y posible, digo, dentro de una verdad literaria. Repensé la escena cien, mil veces, y ella estaba siempre en su cuarto, resentida y ojerosa, saliendo poco a poco de su yo amortajado.
Cuando comenzó a pensar realmente en lo que él le había ofrecido, a hacer un balance de su vida en pareja -si es que a eso se le puede llamar pareja-, reveló que nunca se había establecido ningún compromiso real, que estar con él era una casualidad feliz que duraría el tiempo posible, no mayor o menor, sólo posible, y que sin embargo, había un comportamiento que aseguraba, perceptualmente, un más allá deseado sólo por ella; que definitivamente había atendido a sus deseos y a sus aspiraciones más que a la realidad. Había construido una cosmovisión particular de un hombre que vivía su propia particularidad. Cada uno se había forjado un entendimiento, una forma de aceptarse, una mirada para el deseo, un gesto para la comprensión o un rostro para las diferencias y los desacuerdos. Por eso ella ya comenzaba a comprenderlo; claro. A caminar y ver por la ventana como tratando de imponerse una hora definitiva para salir, para contestar el teléfono, para arriesgarse a encontrarlo, aunque eso era difícil. Él, trabajando, no salía sino al bar, de noche tarde. Por eso se peinaba las cejas gruesas y negras y andaba entre la cocina y el cuarto, abriendo la nevera, cerrando el baño, mirando de nuevo por la ventana y saliendo, poco a poco, con la mirada.
En la tarde me levanté de la mesa en que conversabamos sobre alguna de las cagadas yanquis de los últimos días: recordé que había leido en algún baño un letrero que balbuceaba: “La paz es sólo par países civilizados”, vaya civilización, y el estúpido que escribió eso porque los gringos son, se supone, uno de los más civilizados del planeta y hasta donde sé son también los que han bombardeado inteligentemente a más países en el globo; y que en su país se pacifican a tiros en los colegios… Esos temas propios de escritores e intelectuales. Luís siempre me causa indigestión por eso no le discutí más y me fui caminando hasta la casa, qué clase de periodista pero mi amigo al fin. Y yo no había empezado a escribir nada aún. Ya habían pasado cinco días y sólo tenía su fragancia: vainilla, pino o algo así, leve y particular, mezclado con olor de cama matutina, de confianza y saliva, un olor particular y conocido. Alguna forma tendrá que tener su rostro así que me lo imaginé blanco: pulido y sombreado, ojos profundos de azabaches, moribundos un poco por la tristeza y alegres, eso lo tengo seguro, por la naturaleza de su cara curva y frecuente, casi nueva; nueva mejor, pero frecuente.
Entré a la casa y a pesar de llevar una semana con el tema no podría meterme todavía a escribir porque temía encontrarme con el miedo de la trama; que me complicara y no pudiera salir de la máquina y el papel; o que en algún momento apareciera; y pensar en disculparme de tantas cosa que no hice.
En la tercera pagina ella salió libre de su casa y cumplió la cita telefónica de Carlota, necesitaba hablar con alguien, como Carlota, culminar la semana y probar salir sin buscar nada más que algo de serenidad y sensatez, no para olvidar nada o para recordar menos, simplemente para salir y encontrar otras formas de mirar la realidad desde los mismos ojos. Él definitivamente le había impregnado en gran medida su forma de ver las cosas, sus opiniones siempre simpáticas y autoritarias, comprensibles y políticas, humanas y conmovedoras, hasta crudas, muy crudas en asuntos de historia o internacionales; y un poco exageradas, mentirosas, con respecto al sexo. Así que ella había logrado identificarse plenamente con esas opiniones sin agregar nada más allá que su ironía argumentativa, su simpatía y su feminidad. Con Carlota era distinto, se hablaba con algo más biológico que el cerebro y en esa cita las dos lograban las rizas y las alegres maldiciones de los hombres mientras cinco ejecutivos las veían gozar y berrear sobre cualquier cosa que ellos se imaginaban como sexo.
Estuvo pensando visitarlo cuando pasaran algunas semanas para ver si se entendían como amigos, pero las salidas que había logrado hacer en los últimos días le habían opacado la idea. Carlota se lo había impedido.
Empezar a escribir para mí es como empezar a envejecer, uno va viendo el pasado y se va autocriticando lo ridículo de las decisiones, las cobardías, cualquier cosa, los textos. Cuando empiezo a escribir me detiene o el fin del texto, o las ganas de destruirlo. Pero últimamente me ha costado llegar a un fin deseado en mis creaciones escriturarias. Luis me ha advertido de ello en varias oportunidades diciéndome que quedarme tan aferrado a una sola idea recurrente, a un solo pensamiento, creer que cuando empiece a escribir no me detendré, me va a causar la muerte, pero Luís no es sólo hiperbólico sino cansón. Sus opiniones siempre son entre exageradas y éticas, morales y civilizadas y definitivamente imaginármela a ella es más productivo que discutir y mucho más, digo, que soportar a Luís, así que me convenzo de la soledad. En cambio Raquel a veces me ayuda, e incluso con las tramas, las correcciones y, sobre todo, con la casa cada tres o cuatro semanas.
Raquel llegó tarde para ayudarme a sacar el reguero de la sala y meterlo en el cuarto al que todavía no entraba para ponerme a escribir. Me recomendó unas cervezas y me habló de ella; que por ejemplo, se había encontrado con nuevos amigos; que se había peinado distinto, aunque era improbable porque tenía el pelo triste y caído, medio disfrazado de alegre con la cola. Después de un rato; de conversar y mover de la sala al cuarto los armatostes, papeles y libros regados, me despidió sin importancia y se fue invitándome a meterme a escribir, así que le hice caso absoluto y disciplinado, casi ciego y tembloroso.
A había inventado su cuerpo y la trama se me construiría sin parar. Encendí la maquina y empecé a hundir las teclas seguido y con algo de desesperación. Ella había logrado salir en la cuarta página de la depresión y se había conseguido trabajando en el teatro, donde había aprendido a contener, más que a actuar, las emociones de dolor; la risa nunca se la pudo controlar y la felicidad se perpetuaba como una actuación permanente en su rostro. Salió del teatro comentando el guión de Carlota, preguntándose cuál bar para pasar la tarde de su cuarta semana de soledad, e imitando la textura de la voz para la escena en la que el personaje logra descubrir que el niño es un invento de su mente, que está perdiendo la cordura y que conocer su proceso la vuelve loca por completo.
Continuaron discutiendo en las calles del bulevar sobre el rostro y la gestualidad precisas para la otra escena en la que el papel principal, desquiciada totalmente, se encierra en un cuarto durante cinco semanas hasta que muere reseca, exprimida y descompuesta de hambre, la sed y el dolor que le causaba la locura. Continuaron caminando y Sofía -así se llama- se detuvo en la puerta de acceso al bar, Carlota entró y escogió la mesa del fondo cerca de la barra donde sirven la comida, llamó al mesonero por el nombre y le pidió, luego del saludo que Sofía también concedió, un servicio de tequeños y cervezas que es para lo que alcanzaba.
Ya no me podía despegar del escritorio. La lámpara se inclinaba un poco hacia el borde del cuarto y me permitía la incandescencia necesaria para ver pasar las hojas salpicadas por letras inconformes y testarudas. Sofía tendría que llegar y a la décima hoja y apenas se embriagara en la sexta con la amiga. Ella, la amiga, debía salir de la escena porque me desviaba a Sofía y la historia con sus consejos feministas y actorales, distraía el tema central de la obra. Más palabras se amontonaban en el teclado y el mesero traía la cuenta que pagaría Carlota para congraciarse con Sofía; pagando y peinándose el largo cabello que se le enredaba con los zarcillos inmensos, plateados, colgados de las orejas sucias y largas, con los anillos artesanos que desbordaban ese color verdoso de sudor oxidado en el cobre, con sus dedos largos y amarillos de tabaco, la boca carlotesca, mojándole las orejas de tanto grande y de tanta risa. Carlota tenía que salir definitivamente. Ya me resultaba repulsiva así que, cuando salieron del bar (tres de la mañana con cachos por luna y sin más estrellas que el brillo de los ojos de Sofía), Carlota se despidió y le comentó que saldría de viaje para ver a su abuelo; que volvería en una semana y que era un asunto que acababa de decidir de la nostalgia que de pronto se le había amontonado de tantos años de soledad, -con la falda larga y arrastrada, por debajo del ombligo, Carlota, Carlota, salía por fin y yo no había encontrado una mejor excusa. Ella tenía que salir-.
Tres días después de haberme encerrado en la habitación con la máquina y el papel; con la cordura y las palabras… con Sofía, la inanición empezaba a molestarme en el estómago pero no había posibilidad de resolver ese asunto. Terminar o no era de primer orden y un sorbo de distracción me alejaría por completo de su recuerdo; de sus risas perdidas en el cuarto; de sus olores amplificados por la ausencia, de verla caminar y entregarse a un libro y a un café en la séptima pagina mientras balanceaba los pies descalzos en la sábana arrugada de su cama. Luego de un rato se levantó para contestarle al silencio con alguna música favorita reproducida por la radio, miró por la ventana y respiró más tranquilidad que en días pasados. Carlota hacía tres días que se había ido y los ensayos sin ella resultaban mejores. Salía siempre temprano del teatro y llegaba a su cuarto sin perder la ruta; sin pensar en él mas que para proponerse la visita pensada y amistosa que debía hacer dentro de poco. Andaba del cuarto al baño, cerraba la puerta y abría la nevera, comía poco y hablaba por teléfono de cualquier cosa con cualquier alguien sin atender; viendo televisión y shhhsss, siempre mal sintonizada. Se detuvo sobre las rodillas en el colchón, apagó el televisor y colgó por fin el teléfono. Al recostarse en la cama sintió un vacío alargado que conmovía su plexo con nervios y temblores. La soledad es un alivio para el pánico de no poder convivir con alguien y eso ella lo conoce muy bien, él se lo había comentado en alguna oportunidad y ella se había enamorado más, demasiado de esa interpretación tan libresca y cursi, aunque, para mí, con un grado profundo de verdad. El silencio de las dos de la mañana y tres días de insomnio era sepulcral pero me permitía -y le permitía a ella en su cuarto- las reflexiones prudentes de la narración, esas disquisiciones ridículas sin las cuales un escritor no puede escribir bien, y esas mismas que para ella resultan consuelo y reivindicación del absurdo y del ridículo cotidiano y rutinario de la inacción social. El maldito asesino del sujeto nos puso frente a nuestra propia muerte, nos restregó la cobardía de nuestra incapacidad y sólo las reflexiones melifluas e intrascendentes nos justifican la coprofagía individual de dos de la mañana y tres días sin sueño. Ella se mueve de lado a lado, rueda pasiva en la cama tratando de despegarse de la espalda el peso que le ha dejado el recuerdo, el trabajo, los estudios, la paciencia; tantas yuntas para el cuello que de pronto se le agolpan desde lo más hondo de su espíritu. Se revuelca cada vez más lento hasta que empieza a divagar perdiéndose sin perderse… hasta que se pierde.
Segunda Parte
No he podido dormir en más de cuatro días, y mucho menos comer. Perdí la cuenta exacta del tiempo y escribo aquí encerrado sobre la mujer más maravillosa que he conocido. Sofía crece en el teclado antes que la propia creación. La mano me tiembla increíblemente. Como si las palabras fluyeran desde mis brazos sin cesantía ni descanso y se atropellaran en los dedos antes de salir y lograr escr1298ims.ks%/./ (disculpa)… Ella debe estar en el teatro a esta hora. Falta poco tiempo para el estreno aunque eso no me interesa realmente, sé que ya ha comenzado a olvidarlo a él y eso sí me llena de una incontrolable alegría. Me desespero por verla sola al fin, libre de buscar la llave y de Carlota y de él y de todo; de mis páginas.
En la pagina nueva ya ha logrado desprenderse de ese vicio de soledad y sale temprano del teatro. Yo la espero definitivamente y el escritorio está desarmándose de temblores, no he comido ni bebido no dormido y no me importa mucho, ella tiene que llegar a la diez. Camino por el cuarto después de haberme levantado del escritorio. No soporto más la tortura de una máquina que no me permite transcribir correctamente mis pensamientos; sus recuerdos; sus aromas; su cuerpo. Camino de lado alado, estoy de cierta forma preso, de lado a lado. El cuarto se ha vuelto denso y mi aliento se ha acumulado por todos los rincones. Hay un humor espeso en el aire y el piso lo comienzo a ver movido, sucio. La máquina no me sirve ya… Sofía, Sofía. Debe estar casi al final de la página nueve, llegando al borde de la hoja, llegando a su cuarto blanco y pulcro, manchado apenas por el recuerdo que de él guardan las paredes; debe estar entrando y pensando en mí, en su cuarto, debe estar acurrucándose en la cama, destendiendo la sábana y moviéndose con la mano extendida tratando de prender el televisor con el control. No, mejor sin control, pero sí con el brazo extendido. Debe estar moviéndose y pensando en mí; la sábana debe estar húmeda y nocturna, y sus piernas perfectas deben rozar con la tela ligeramente, dulcemente, somníferamente: pensando en mí, tiene que ser; sus piernas desnudas y ella Sofía, Sofía, también desnuda y sin frío, moviéndose más lento y seguido, acariciando su cama con el cuerpo como si su cama fuese mi cuerpo; y se voltea boca abajo y me acaricia con los senos pequeños y duros, y su piel me mueve el tórax y la espalda y me crispa los dedos; su piel muda y moviéndose. Su piel tierna y nueva, reciente, húmeda y nocturna, como su sábana; cierra los ojos más duro y se mueve sobre mí pero no he dormido. ¿Qué es todo sin Sofía? La nada repetida mil veces, la nada, y me tiendo, me hundo.
Estoy totalmente aturdido. Luís no me interesa, no me interesa Raquel. Mierda, el cuarto es cada vez más pequeño y Sofía empieza ya la décima página, despertándose sin sol todavía. La máquina no sirve, no me sirven ya los dedos; las manos. Ya no camino de lado a lado y me he tendido en el suelo debajo del escritorio, aunque todo aquí es más claro, más cercano, la mesa inmensa y la máquina por fin desaparece de mi vista. La lámpara se ha quemado y la luz que queda regada por ahí llega hasta el borde inferior de la puerta. Pero he trancado la puerta porque no me permitiré escapar sin Sofía.
Ella se ha levantado más ella. Es más joven de lo que imaginé, y su cuerpo es perfección pulida por manos ancestrales. No ha salido de una costilla y sin embargo encaja perfectamente en mi pecho. Me ha conmovido su paso lento y ligero; hasta el baño. Deberá bañarse ahora y yo querré ser quien la cuide del frío del agua. Deberá pensar en mí mientras se baña, mientras se acaricia con jabón y espuma y lo espeso del ambiente no me deja respirar bien. Me quedo lentamente sin aire, sin aliento. El escritorio se ve más grande aquí, y Sofía, aún más inmensa, con espuma y agua, con frío, con miel, con hambre, sed, dolor, sin aire, sin mí, sin Sofía…
…Después de todo
Salió más despeinada que de costumbre, sin cola alegre y ausente de rostro, como resuelta a ser común y perfecta con dirección exacta a la casa, al cuarto.
Ya en la calle compulsiva y amanecida, me convencí de visitarlo sin más excusas que mi misma; que mi soledad y mi torpeza. Así que caminé por las calles cotidianas hasta las cinco cuadras y con la llave en el bolsillo. El tráfico congestionó mi tiempo hasta no dar más; la gente caminando, andando, corriendo, empujando. Caminé tropezada y simple. Caminé sin ritmo ni memoria y Eugenio -así se llama-. Era un presente perpetuo, congelado. El tiempo se había paralizado. Su rostro había quedado suspendido en mis ojos y la calle estaba cada vez más ciega, más muda.
Cuando reaccioné al tintineo supe que había perdido la llave así que me devolví urgente a buscarla. Anduve varias cuadras repetidas arriba y abajo, sucias y cada vez más llenas de gente y humo hasta que me cansé de no pensar; sólo ver su rostro inmóvil y secreto repetido. La llave estaba tendida en la acera y el descanso de encontrarla era el mismo desespero de tenerla. Abrí el rostro y me preocupé por agacharme para recogerla pero quería quedarme suspendida, eterna, con su rostro permanente. Y llegar era algo más que eso; llegar era andar, era comenzar. No tener la llave me daba la excusa perfecta. Pero, de todas formas, por nada y por todo, caminé de nuevo, hasta su casa, hasta su cuarto; aturdida e inconforme, con arritmia y desespero.
Cuando llegué subí temblando las escaleras hasta la puerta. Respiré varias veces para recuperar el aliento, para recuperar la cordura. Era tarde ya. Abrí con ruido y entré preguntando, con la voz más pequeña que encontré, si había alguien. Y entré más por el pasillo infinito y vacío, con paredes manchadas de noche. Entré hasta la segunda puerta; hasta la última, e intenté dar vueltas al picaporte. Y di vueltas cada vez con más fuerzas. Y comencé a temblar y a sudar y a ver todo más pequeño, más infierno. Y empujé con fuerzas, y con desespero entré al cuarto repleto de humor y peste; exento de luz y color. Y caminé sin pasos hasta el centro invisible y esperé; esperé adaptarme a la luz. Ví el cuarto, las paredes, el suelo. Y lo vi tendido, bajo el escritorio repleto de papeles y polvo sucio y silencio. Y miré el cuerpo inmóvil, los papeles, los libros, la máquina encendida, a la espera, gritando con la hoja atragantada y amarilla. Me aproximé a la máquina con los ojos totalmente plenos y vi escrito mi nombre seguido de tres puntos: Sofía… ¿Qué? Estaba absorta con la máquina, con el papel, con mi nombre, con el cuarto. Dejé pronto de pensar en algo y sentí un frío limpio en el cerebro, un frío eléctrico y azul. Era tarde ya. Empujé con los pies el cuerpo necio y atravesado, lo empujé hasta un rincón y no me contuve en la miseria. Descansé del esfuerzo contra la pered, me llené los pulmones y me enfilé hacia el escritorio. Arranqué la página ( Fin. / diez ) de cuajo y tomé una hoja regada y moribunda que estaba tendida en el escritorio. La introduje totalmente absurda, sonriendo, temblando. Y cuadré perfectamente el papel hasta que quedó en estado de ser impreso. Apenas una sonrisa me brotó ligera y perdida, sin pensar. Allané su silla, respiré, hundí algunas teclas para comprobar la perfección y me detuve invariable, con los dedos extendidos a lo máximo. Respiré y comencé a escribir un texto que se lee: «Algo así pretendí escribir al comienzo sabiendo mucho más de lo que me imaginaba. Pero luego de unas cuantas reflexiones rituales me decidí mejor por abordar la escena desde una calle».