El gobierno de la URSS, presidido por Leonid Ilich Brezhnev, sin reparar demasiado en los miles de militantes de izquierdas que se encontraban en campos de concentración, torturados salvajemente y luego arrojados desde aviones al Río de La Plata, manda a colocar la medalla de Lenin en la pechera de altos mandos militares argentinos, por contribuir a la causa de la Patria de los proletarios. El billete es el billete.
La Junta Militar otorga la medalla de José de San Martín a altos mandos soviéticos que viajan a Argentina con tales efectos, mientras, por la causa proletaria gritaban como cerdos en el matadero los hombres y mujeres comunistas en aquellos agujeros del terror, que el gobierno había confeccionado para acabar con la amenaza marxista y peronista.
Una y otra vez los exiliados argentinos en Cuba escuchábamos como su principal dirigente, Fidel Castro Ruz, en sus extensos discursos, jamás denunció las prácticas fascistas ni dictatoriales en la tierra de quien había sido, según él, uno de sus mejores amigos, de sus grandes guerreros, el Che Guevara.
Por un puñado de rublos
Jamás denunció siquiera al gobierno de la junta militar argentina. Tal era así que mis amigos no sabían por qué estábamos exiliados en Cuba, y lo dudaban cuando yo se los explicaba. En realidad daba la sensación de que no teníamos un gobierno lo suficientemente malo como para exiliarnos, ni como para que mi padre estuviese preso ocho años y medio, ni como para que hubiese 30,000 desaparecidos, más que el doble de la cantidad de muertos en Chile.
Tal era así que vi lágrimas en los ojos de hombres duros, de militantes de organizaciones de izquierdas argentinas, que estaban en Cuba, aceptando las migajas de un exilio en absoluto silencio, como quien da albergue al violador del pueblo. Lágrimas cuando al esperar una declaración en el tribunal de la onU por los derechos humanos, Fidel a través de sus enviados en la ONU, bajo apercibimiento de la URSS, calló, haciéndose cómplice histórico de semejante villanía.
Cuando debió callar, leyó en la Plaza de la Involución aquella carta de despedida de su amigo Guevara, que debía ser leída en caso de muerte.
Cuando debió hablar para hacer revolución, para hacerle un honor a su ex amigo con respecto a su patria, calló.
Durante muchos años y por razones de lealtad familiar y quizá cierto adoctrinamiento de izquierda, renuncié a mi derecho a contarlo.
Aun cuando no tengo nada que agradecer a ese régimen y a todo el tendal de separaciones que dejó no sólo en la familia cubana, sino en la mía también, de la repugnante carga de hipocresía y corrupción que dejó en todo lo que tocó, incluido yo mismo.
Más cerca a los días que vivimos. Año 2010
Después de la muerte de Orlando Zapata, muchos de los intelectuales que toda la vida habían apoyado u optaban por no denunciar la brutalidad del gobierno cubano, dijeron basta. No pudieron guardar más ese beneficio de la duda que se le concedía por el hecho de haberse declarado ejecutor del bien de la causa de los pobres del mundo. Esto a Fidel debió haberle molestado, porque a lo largo de su vida ha sido capaz de realizar actos que no enmarcaríamos para colgar en nuestro salón, pero siempre acompañados del beneplácito de los intelectuales progresistas.
Las declaraciones contra la muerte de Zapata muy probablemente hayan sido de profunda preocupación para su entorno por la mala imagen ofrecida. En estos tiempos de comunicación inmediata, la imagen es esencial para sostener un gobierno de poder absoluto basado en la dinastía familiar.
¿Por qué nos cuesta tanto condenar cualquier exceso, crimen, violencia o abuso, cometido por un individuo que se autoproclama de izquierdas, revolucionario o comunista?
¿Qué parte de nuestro cerebro se anula o se narcotiza a la hora de denunciar estos crímenes?
En cualquier caso parecía estarle llegando la hora de la vergüenza, y si algo no le gusta a Fidel después de no ser el centro de atención constante, es quedar mal, que se sepa la verdad, que se sepa que bebe vinos castellanos de más de 200 euros la botella mientras pide a su pueblo sacrificios numantinos.
Temiendo por su imagen ante la historia, se le ocurrió apoyar el pase al capitalismo más cruel que puede haber, con toda la población empobrecida y con escasa habilidad en el mundo de los negocios y las nuevas tecnologías, en desventaja para competir con los extranjeros.
Desprovisto el pueblo trabajador de todo mecanismo de control a la patronal. De toda organización de lucha. Los sindicatos cubanos que funcionan dentro de la isla para los trabajos estatales no tienen ninguna potestad en el área dólar, en el trabajo por divisas. El empleado cubano que trabaja para un inversor extranjero no tiene derechos.
La alerta ahora es doble. Primero, hay que ver qué quiere hacer y cuáles serán las medidas represivas que tomará el gobierno en cuanto empiece a haber algún descontento con los cambios. Y el otro la aquiescencia del capital internacional, que como siempre está más interesado en que entren los bancos y las transnacionales a Cuba, a que entre la democracia propiamente dicha, la que beneficie al pueblo trabajador.