«No soy el primer ministro de la represión», declaró Ghanuchi al anunciar su renuncia, según la agencia de prensa tunecina TAP. «No soy el género de persona que puede tomar decisiones que provoquen víctimas», añadió. En su despedida advirtió que «se está tramando un compló contra la revolución» y pidió a la «mayoría silenciosa» que acabe con él.
La víspera del anuncio de Ghanuchi, las protestas dejaron cinco manifestantes muertos, según un comunicado del Ministerio del Interior difundido ayer, que señala que hubo otros 16 heridos entre los miembros de las fuerzas de seguridad. El texto no precisó el número de heridos entre los jóvenes que se echaron a la calle al grito de «Ghanuchi dégage!» (¡Ganuchi, lárgate!).
Las protestas alcanzaron su cénit cuando unas 120.000 personas, caminaron el viernes por el centro hasta las puertas del Ministerio del Interior. Se trató de la mayor manifestación desde que el 14 de enero huyó del país Ben Ali y se exilió en Arabia Saudí. Los tunecinos expresaban así de nuevo su desconfianza hacia un Ejecutivo de transición, formado el 17 de enero, en el que había varios miembros de la oposición democrática pero que dirigía el que fue el último primer ministro de Ben Ali. Su dimisión fue acogida con una explosión de alegría, pero los jóvenes que acampan en la ciudad antigua, a las puertas de la jefatura del Gobierno, la consideraban insuficiente. «Se tiene que largar todo el Gobierno y también el presidente», insistían al tiempo que prometían continuar la lucha. Existen comités populares para la defensa de la revolución, así como un frente de organizaciones de izquierda y de trabajadores que bien podría convertirse en opción de poder en el país árabe.
La movilización de la calle ya hizo retroceder al Gobierno el viernes. El Ejecutivo anunció ese día que organizará unas «elecciones como muy tarde en julio», pero no precisó si serían legislativas o presidenciales, y que se incautaba los haberes de 110 excolaboradores y familiares del presidente caído, incluidos los de su hijo Mohamed, de 6 años. Túnez ya había pedido a Arabia Saudí, el 20 de febrero, la extradición de Ben Ali y de su polémica esposa, Leila Trabelsi.
La manifestación del viernes acabó con enfrentamientos entre un grupo de jóvenes y la policía. El sábado varios centenares de «agitadores», según el Ministerio del Interior, volvieron a la carga y esta vez hubo una auténtica batalla campal con cinco muertos. Se escucharon disparos de armas automáticas, y a los antidisturbios les acompañaban agentes de paisano equipados con palos, porras y máscaras para no respirar los gases de las granadas lacrimógenas.
Los manifestantes, por su parte, tiraban adoquines a los agentes y arrancaban el mobiliario urbano de la avenida Burguiba -vallas publicitarias, ramas de árboles, papeleras- para frenar el avance de la policía erigiendo barricadas. Saquearon, además, tres comisarías. Ayer domingo había sido convocada una nueva manifestación, pero la dimisión de Ghanuchi apaciguó los ánimos.
Interior no culpó del vandalismo a los manifestantes, que describió como «pacíficos», sino a «agitadores infiltrados». Hajer Suid, una de los organizadores de las protestas, sostiene que los violentos son, en realidad, «contrarrevolucionarios afines al Reagrupamiento Constitucional Democrático, el partido de Ben Ali, que no desean un auténtico cambio».
Mokhtar Yahyaui, un juez represaliado por Ben Ali y que goza de gran prestigio, no comparte esta hipótesis. Se sorprende de la impaciencia de los jóvenes. «Han soportado el régimen de Ben Ali durante 23 años y ahora son incapaces de esperar unos meses… Esto es solo un Gobierno de transición… Los manifestantes ejercen un chantaje: el Gobierno cae o paralizan al país, y esto no es democrático». Su posición refleja a sectores de la pequeña burguesía que se conforman con la caída de la dictadura, pero no quieren que la revolución avance más, mientras que sectores radicalizados del pueblo y los trabajadores se niegan a aceptar un gobierno burgués de transición.