«¡Sacalapatalajá. Sígala y balaja!». Con ese grito, los estudiantes de la Universidad Central de Venezuela se lanzaron a las calles en 1928 contra la dictadura de Juan Vicente Gómez. Esa consigna, realmente no significa absolutamente nada, pero en un país inmóvil y dominado por el miedo, esas palabras sin sentido, acompañadas de unas boinas azules, significaron uno de los clamores libertarios más estruendosos de nuestra historia.
En nuestros días, venimos escuchando desde hace cuestión de dos meses, la frase «Vamos bien, Venezuela». Eso ha despertado una nueva esperanza en un país donde todo parecía perdido.
Al señor Juan Guaidó hay que juzgarlo en su justa dimensión. No como a un mesías, porque en política no existen dioses ni mesías (aunque muchos necesiten inventarse uno para darse fuerzas), tampoco como el superhéroe que con un chasquido de dedos resolverá todos nuestros problemas. A Juan Guaidó podemos (y debemos) criticarlo como a cualquier otro dirigente, como a uno más, solo que en su caso, le tocó una gran responsabilidad.
¿De verdad, vamos bien? Se deben reconocer grandes avances. El primero, haber despertado nuevamente la fuerza social contenida entre la frustración y las calamidades diarias, esas ganas de gritarle al mundo que Venezuela no es sumisa, ni cobarde y que deseos de romper las cadenas, sobran. También se debe reconocer el avance en el reconocimiento de más de 50 países a la transición, la protección de los activos de la nación, entre otros. Pero, ¿vamos bien?
Ir bien no es decirlo y creerlo. Ir bien, en nuestro caso, sería una ruptura total con lo viejo, con todo aquello que nos condujo al desastre. No puedo afirmar que «vamos bien», cuando quienes se asumen como alternativa siguen representando lo peor de nuestra cultura política y de nuestra historia. Tan dañino para el país es el dirigente demagogo que entiende la política como un show de tarimas, como el alto funcionario corrupto o el militar asesino. Lo nuevo, no puede venir impregnado de lo viejo.
En medio de este proceso de transformación, Venezuela ha colapsado. Colapsó oficialmente el día 7 de marzo. El país se sumergió en la oscuridad y pare de contar en la cantidad de penurias que cada familia ha debido enfrentar. Enumerarlas no alcanzaría. Y ha quedado en evidencia que la desorientación reina.
La dirigencia no ha estado a la altura de las circunstancias. Erráticos en la táctica, divorciados de las masas, sectarios en la conducción de la lucha, se está desaprovechando la oportunidad de organizar desde lo profundo, para impulsar una verdadera transformación en nuestro país.
En horas trágicas, el país necesita sinceridad, coherencia y seriedad por parte de los actores políticos. No es momento de cálculos para futuras elecciones, no es momento de la foto ni de la farándula política. No es momento y tampoco lo será, de sembrar en la gente la ilusión de una «ayuda» internacional que nos rescate, porque «solos no podemos». Basta de irresponsabilidades.
Venezuela colapsó, pero no es el fin de la historia. No es la derrota. No vamos bien, pero se puede torcer ese camino. Estoy convencido de nuestra libertad. Romperemos las cadenas, de eso no hay duda, pero hará falta más determinación, táctica y organización que frases bonitas.