“Nosotros somos huérfanos de nuestro hijo”.
Gabriel García Márquez,
El coronel no tiene quien le escriba.

Cuando de muerte se trata, la de un hijo o hija es la más devastadora. Ésta es por definición imprevisible e imposible de anticipar. De allí el dolor sin igual que este suceso genera en los progenitores, particularmente en las madres.

Si esa muerte es de un niño, niña o adolescente, es una de las mayores tragedias de la vida. Se describe como la más traumática de las pérdidas y como es, por lo general, “súbita e inesperada” puede afectar el equilibrio de la familia y dejarla sin posibilidad de recuperación. Imaginemos lo demoledora que puede llegar a ser cuando esa muerte, además, es por asesinato.

Las familias en estas situaciones sufren un verdadero descalabro y las mujeres-madres en particular viven un dolor muy grande y desgarrador. Ese dolor está condimentado con los sentidos atribuidos a una identidad femenina centrada en la maternidad como destino, donde ésta es asumida como asunto privado e individual, con la abnegación y el cuidado hacia la prole como lo determinante en la vida, la responsabilidad por sus vidas como la mayor, el amor materno reconocido como el amor más grande y sublime, como el único incondicional y los hijos como proyecto de vida de las madres. De allí que cuando ese objeto de amor se pierde, se pierde el sentido de la vida para muchas mamás.

Este significado y sentido atribuido a esta pérdida tiene una raíz y una expresión personal, por eso cada quien experimenta un dolor particular, distinto al de cualquier otra persona y también, sobre todo, ese dolor se corresponde con el sentido atribuido socialmente, de acuerdo al momento histórico y a las circunstancias en que se dé la pérdida.

La muerte o la pérdida es una realidad objetiva, porque es un hecho que puede suceder independiente de la voluntad, tiene un componente subjetivo  que será diferente para cada persona y en cualquier cultura y/o momento y también tiene un sentido atribuido socialmente.

Entender el dolor ante la muerte de un ser querido siempre implica la comprensión del cómo se da el reconocimiento social de esa pérdida y la realidad individual de quien vive el duelo. Ese dolor particular y único resulta de la combinación dialéctica de ambas dimensiones.

En Venezuela se ha incrementado de manera abrumadora la muerte de jóvenes por causas violentas, o sea las muertes de hijos. Esto ha venido conformando un ejército de Mujeres-Madres en duelo permanente. El Observatorio Venezolano de Violencia nos habla de 28 mil muertes por año y el Observatorio Venezolano de los Derechos Humanos de las Mujeres hemos documentado esta realidad como una forma de Violencia contra las Mujeres, en este caso las que son madres y penan su duelo en medio de la impunidad..

El tipo de muerte y cómo se interpreta puede tener un efecto directo y duradero en la manera de sufrirla y vivir como sobreviviente de esta. Si se le atribuye culpa o no a quien muere, o a otros como responsables de la muerte, si hay alguna manera de redefinir la muerte de ese hijo, si hay elementos que le atribuyen particulares sentidos y significados, se vivirá de manera diferente.

Es particular la vivencia de la muerte de un hijo si la circunstancia de esta se da en medio de una lucha legitimada por la sociedad, en boca de actores sociales relevantes. De esta manera puede desencadenar, en las madres dolientes, sentimientos muy especiales. Moralizarla es una forma de vivir esa muerte de una manera diferente y contradictoriamente menos devastadora.

Las emociones humanas dicen (Rosaldo 1984; Lutz 1986; Leavitt 1996) “van más allá de esta esfera, (se refieren a la esfera individual) pues son significados legitimados culturalmente o socialmente articulados y que dan cuenta de situaciones, relaciones y posiciones morales” compartidas. Es así como el duelo ante la pérdida de estos héroes venezolanos que se autodenominan y son reconocidos socialmente como “Soy Libertador” y «la resistencia» cobra un sentido moralizado y muy particular para las madres venezolanas.

En esta circunstancia de Venezuela, en medio de una rebelión democrática de dimensión nacional y continuada en el tiempo, han sido asesinados muchos niños-hombres que han tomado las calles para enfrentar esta dictadura reivindicando la democracia, la justicia social y denunciando la represión fascista del ejecutivo nacional, la GNb, PNB y grupos paramilitares del oficialismo.

Ha sido recurrente en el discurso de estas madres la reivindicación de la lucha de sus hijos, aun en medio de su inconmensurable dolor.  En sus palabras no se dibuja ni un ápice de inculparles, por el contrario se bendice y ratifica la legitimidad de sus acciones. Y lo más significativo en sus discursos es que se identifica con claridad meridiana a los responsables: el régimen,  la dictadura, Maduro y sus huestes. No se individualiza la responsabilidad sino que se ubica en la esfera social. Se moraliza el duelo y se comparte la carga con todo un país al ubicar a sus hijos en la generación y sector que ha asumido la vanguardia en esta lucha.

Los funerales de estos hijos-héroes-libertadores han sido circunstancias en las cuales estas madres practican, conscientes o no, su maternidad como función social que traspasa con creces su práctica individual en privado, logrando vivir a sus hijos como hijos de todo un país y atribuyéndole a su duelo un sentido colectivo de duelo nacional. Palabras y acciones de ellas sobran como evidencia de estos sentimientos.

Hay una frase en boca de la madre de Neomar Lander en el momento del entierro de su hijo y héroe Libertador que resulta rebeladora de lo que venimos comentando. Ella, llevando una bandera hecha franela que tenía estampadas las palabras de su hijo “la lucha de pocos vale por el futuro de todos” declaró como expresión de este duelo moralizado: “con mi hijo hay que sepultar a esta dictadura”. Así se vive el duelo hoy por las madres de esta rebelión democrática, cuando la muerte cobra otro sentido y a ellas les toca izar las banderas de sus hijos y seguir su lucha.

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