Se llama Ivonne, usa pelo corto, boina y personalidad. Trabaja como chef en Barquisimeto. Ese día, el 16 de abril del 2013, decidió no trabajar y sumarse a la protesta por el turbio resultado de las elecciones presidenciales. Una parte de sí hubiera preferido amasar el cansancio de tantos días en la promesa de su cama. Pero andaba incrédula y rabiosa. Al llegar a la Avenida Morán se sumó a la multitud que manifestaba pacíficamente. Se sentía más ciudadana de su país que nunca. Hasta que el aire se embutió con el crujido de los perdigones. Llegó la guardia. Ivonne quiso correr. Pero un peinillazo aterrizó en su cabeza. Y otro. Y otro. Era una mujer militar quien la golpeaba con una vehemencia gratuita. La llevó, a ritmo de peinilla, hasta una tanqueta cercana. Se inició un tejido absurdo de escupitajos, órdenes de caminar en cuclillas y gritar loas a favor de Nicolás Maduro. Cuando quiso entender ya estaba en el Comando 47. Esa sería la escenografía de su pesadilla. Una sargento se acercó con una botella de agua. Juraba que era un pequeño gesto de desagravio. Pero la botella de agua estaba congelada. Dura como granito. La Sargento la llenó de golpes de agua congelada. Le dio con su casco militar, con sus botas militares, con su rabia militar.

En el Comando 47 descubrieron dos afrentas mayúsculas para la revolución. Ivonne era homosexual y bisnieta de Jóvito Villalba. “Tú sabes que nosotros odiamos a los gays, ¡no?”, le dijo La Sargento mientras apaleaba sus rodillas. Ivonne ni siquiera entendía el delito de su condición sexual en un día de efervescencia política. “¿Quién de ustedes es la Villalba?”, graznó alguien que ostentaba un alto rango militar. Ella levantó la mano desde el orgullo, desde la conciencia que se sabe limpia. “A ti es que te voy a sacar la mierda!”, y el Alto Rango clavó esa línea en sus tímpanos. Ivonne Echenagucia recibió descargas eléctricas en sus manos y piernas. El estupor crecía como una nube oscura. El zapato derecho se le derritió por la electricidad. Un grupo de soldados recibió la instrucción de golpear a los detenidos. Uno de ellos les daba patadas de bajo impacto, molesto con la orden. En un gesto secreto le dio un celular a Ivonne para que avisara a su familia. Los adoctrinaban en el socialismo mientras hacían cinco horas de sentadillas. La Sargento Aquella decidió trasladarla al médico del Comando. Venía otro acto de “desagravio”. En el trayecto, cuando nadie las observaba, arremetió contra Ivonne. Golpe al estómago. A las piernas. Al orgullo. Al gentilicio. “Nunca en mi vida había tenido tanto miedo”, llora debajo de su boina.

Ivonne me cuenta, al borde de un refresco, que luego de haber hecho la denuncia pública, dos hombres la interceptaron en la calle. “El primer balazo va a ser en la pierna. El segundo en la cabeza”. Una gentil manera de pedirle que se callara la boca. Le pregunto por qué insiste en denunciar a sus agresores. “Mi abuela nació en la cárcel”. Ella le contó de la lucha irreductible de Jóvito Villalba contra las dictaduras de Gómez y Pérez Jímenez. La conminó a no callarse. El silencio y la libertad no combinan moralmente. Y allí está Ivonne. Quiere justicia. Y eso que llaman democracia.

***

Ehisler Vásquez lo reconoce: es el galancito de su familia. Diecinueve años, elocuencia y una carismática sonrisa. Aunque es una virtud compartida. Porque es gemelo. Una virtud lesionada. Porque cinco perdigones le reventaron la cara. Una tronera en carne viva que le hizo voltear la cara de repulsión al más pintado. Eso ocurrió también el martes 16 de abril. ¿Su delito? Marchar hacia la sede del Consejo Nacional Electoral en Barquisimeto para consignar un documento, junto con miles de personas, donde pedían el recuento de los votos de las elecciones presidenciales. Insistían en que el ganador había sido Henrique Capriles. Cuando llegó la Guardia Nacional ellos se resguardaron en el estacionamiento del Sambil. Finalmente, salieron con las manos en alto cantando el himno del país donde nacieron. ¿Quién puede suponer que cantar el himno nacional ocasione cinco perdigones en la cara?

Los médicos apenas pudieron extraerle un perdigón. Los otros cuatro –quizás, dicen- serán expulsados en dos años por el propio cuerpo. Ehisler fue uno de los casos más notorios en la barbarie represiva de las autoridades militares. Su mejilla explotada se reprodujo en la prensa y en las redes sociales. Parecía el mordisco rabioso de un monstruo. Una brusca llaga en su autoestima. Durante un mes entero no salió de su casa, escondiendo el lado derecho de su rostro. El galancito de la panadería. El efusivo estudiante de Mercadeo y Publicidad. Durante quince días solo pudo ingerir alimentos a través de un pitillo. Ha sido operado tres veces. Falta una operación más. Falta dolor.

Eishler se quita la dramática venda que cubre su mejilla. Me enseña la monumental cicatriz. Me conversa su indignación. “¿Volverías a ir a una manifestación contra el gobierno después de lo ocurrido?”, le pregunto. “Ahora más que nunca!” responde y su rostro se infla de certeza. Los militares lo bautizaron como “Cachetón”. Y justo allí, le descargaron la furia de su mal llamada patria. Una patria, cinco perdigones en la cara.

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“Yo ni siquiera estaba en la manifestación”, me cuenta Yorgelis Piña con el apremio de sus 18 años. Pero resulta que se tropezó de pecho con el país. Ese día estaba entrenándose para trabajar como centralista en una línea de taxi en Barquisimeto. Sabía del alboroto en la calle y prefirió postergar su hambre. Cuando salió, con una amiga, resurgieron los disparos. Ellas hicieron señas para que no les dispararan. De nada sirvió. Fueron seis guardias contra dos jóvenes aterradas. Una mujer militar, una réplica de La Sargenta Aquella, le puso una navaja en el cuello: “Maldita, te vamos a matar!”. Yorgelis apenas atinó a defenderse con una verdad urgente: “Yo soy hemofílica”. La mujer, vestida de verde furia, le respondió: “¿Y?, yo no soy doctora”. Las golpearon. Las insultaron sin pausa. Les vaciaron encima una ruda porción de terror psicológico: “Las vamos a mandar pa’Uribana, pa’Tocuyito. Ahí les van a hacer de todo”. Yorgelis pensó en el infierno que son esas cárceles. “Me puse a llorar”. Sintió que salía humo de su corazón.

***

Ninguno se conocía desde antes. Los unió la vejación sufrida. La impotencia de ver cómo -días después- el Consejo Legislativo condecoraba a los guardias nacionales que formaron parte de la embestida. Descubrieron que algo más los unía. Sus familiares habían sido luchadores por la democracia, perseguidos por la dictadura de Pérez Jímenez muchos de ellos. La abuela de una, el padre de otro, tíos. Una poderosa casualidad. La indignación puede germinar como una mata de toronjil. Decidieron hacer algo. Fundaron un movimiento para apostar por la paz, la justicia y los derechos humanos. Todo eso que sintieron vulnerado en carne propia. FUNPAZ, así se llaman ahora. Jackson Escalona, su propulsor central, me cuenta que ahí están congregados al menos 120 afectados por los sucesos del 15 y 16 de abril en Barquisimeto. Sucesos que el gobierno no menciona. Gente imputada por delitos que ni saben nombrar. Gente que apostó por otra versión de país. Gente que sigue amenazada. Que venció el miedo. Gente que insiste en su derecho a protestar. El orgullo ha sido vapuleado con agua congelada. Hay perdigones en la cédula de identidad. La patria no es una consigna en cadena nacional. Quizás es, simplemente, una cicatriz en el rostro.

***

Me mostraron un collage de videos. Todos grabados desde celulares por testigos. Cuando comencé a verlos tuve que pedirle un whisky al mesonero. Necesitaba estómago para lo que estaba viendo. Mucha sangre. Heridas grotescas. Gente con las manos en alto recibiendo disparos. Guardias penetrando a un edificio para sacar a los manifestantes y empujarlos, golpearlos, humillarlos.

Esa noche, después de hablar largamente con ocho ciudadanos de este país y oír las insólitas historias de 70 detenidos en Lara por reclamar un recuento de votos, sentí que la indignación era imposible de domesticar con un simple whisky. Nada ha pasado con sus denuncias. Están en un pozo negro. “La protesta política está proscrita”, me dice uno de ellos. El informe de Provea sobre esos días es alarmante. Los derechos humanos son letra muerta. Tanta impunidad exige que se active el deshielo de nuestra indiferencia. Es urgente, impostergable. El país anda herido. Cierto. Pero hay gente que más nunca se va a callar.

¿Y tú? ¿Sigues hibernando en el silencio?

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