Entre la guerra del 82 y el petróleo de 2016

por FELIPE SAHAGÚN
Treinta años después de la guerra de los 73 días que,
entre el 2 de abril y el 14 de junio de 1982, enfrentaron a Argentina y a Reino
Unido por el control de las Malvinas, las más de 700 islas que forman el
archipiélago controlado por los británicos desde 1833, en su mayor parte
desiertas, están mejor defendidas que nunca. Con unos 1.300 soldados, uno de
los destructores más modernos (el Dauntless) de camino, un submarino nuclear
(seguramente sin ojivas) y un escuadrón de aviones Typhoon, Reino Unido deja claro
que no tiene ninguna intención de negociar la soberanía y, mucho menos, de
ceder su control.
La denuncia de militarización de la zona, repetida
durante meses por la presidenta Cristina Kirchner y presentada oficialmente el
10 de febrero de 2012 por el embajador Héctor Timmerman en Naciones Unidas, no
ha recibido ningún apoyo importante. Nadie se ha ofrecido como mediador y el
departamento de Estado, por medio de su portavoz, Victoria Nuland, se ha
puesto, como era de esperar, al lado de su principal aliado.
Londres niega la militarización, califica de rutinario el
despliegue del Dauntless y del submarino nuclear, e insiste, igual que sobre
Gibraltar, que cualquier cambio del estatus de Malvinas —Falklands— depende de
los malvinenses (kelpers): unos 3.145, con una de las rentas más altas del
mundo (64.000 dólares) gracias a las licencias de pesca, que representan
aproximadamente la mitad de los ingresos: unos 200 millones de dólares en 2011.
Argentina, que siempre ha reclamado la soberanía sobre
las islas como herencia de la Corona española, ha endurecido su posición y ha
multiplicado sus críticas desde que, a comienzos de 2010, las autoridades
locales, siempre guiadas por Londres, empezaron a hacer concesiones
unilaterales a empresas británicas para la exploración de gas y petróleo. Como
señala Daniel Montamat, ex presidente de YPF, con 13.700 barriles por día, lo
mínimo que se espera sacar a partir de 2016 si se cumplen las previsiones, la
renta de las islas aumentaría en unos cien millones de dólares, más que
suficiente para que a Londres le saliera gratis su defensa y se planteara en
serio un cambio de estatuto, tal vez pensando en un estado libre asociado como
Puerto Rico. «Las concesiones unilaterales de licencias de explotación (…)
son una escalada del conflicto, pero pueden transformarse en la punta del
ovillo para retomar el diálogo», explica Montamat. «Bajo el paraguas de la
soberanía, las negociaciones deberían orientarse a la discusión de la renta del
petróleo que puede extraerse en la zona». Las empresas británicas ya han
invertido 1.500 millones de dólares en varias plataformas de exploración y
tienen previsto invertir otros 2.000 millones en los próximos años.
Brasil, probablemente, ha tomado un partido mucho más
explícito por Buenos Aires porque no quiere a los británicos tan cerca de sus
yacimientos. Como únicas armas de presión, aparte de la retórica, por ahora
inútil cuando no contraproducente, Kirchner ha conseguido declaraciones de
apoyo de las principales organizaciones regionales y de los países
latinoamericanos, y trata por todos los medios no militares de elevar el precio
de la colonia para los británicos. Ha prohibido el amarre en puertos argentinos
de los barcos que participen en la explotación de recursos naturales en las
islas y dos países vecinos (Brasil y Uruguay) se han solidarizado con dicha
sanción. La gobernadora de Tierra de Fuego, Fátima Ríos, siguiendo
instrucciones de Casa Rosada, ha prohibido a dos cruceros atracar en Ushuaia y
el ministro argentino de Industria ha pedido el boicot de los productos
británicos. La respuesta de Londres no se ha hecho esperar y la UE ha advertido
a Buenos Aires que, como espacio comercial integrado, cualquier boicot de
productos británicos se considerará un boicot de todos los productos europeos y
la UE responderá en consecuencia.
La solidaridad expresada por cantantes como Serrat,
Sabina y, sobre todo, por ser británico, Roger Water —los tres en giras de
conciertos por Argentina en marzo de 2012— alimenta el sentimiento casi unánime
de los argentinos a favor de su reclamación, pero no avanza un centímetro la
solución del conflicto. Consciente de los riesgos de calentar demasiado la
hoguera, la propia Kirchner ha propuesto a Londres renegociar los acuerdos de
vuelos —prohibidos desde Argentina a partir de 1982 y sustituidos por un vuelo
semanal desde Punta Arenas (Chile) que, una vez al mes, hace escala en Río
Gallegos— para iniciar tres vuelos semanales de Aerolíneas Argentinas desde
Buenos Aires. Londres y la Autoridad de las Malvinas no se fían.
Aniversarios como el de este año, con viajes de
parlamentarios británicos especializados en defensa y, mucho más importante por
su valor simbólico, las seis semanas que el príncipe Guillermo permaneció en
Malvinas combinando entrenamiento militar y gestos de apoyo, sólo sirven para
atizar la hostilidad y reabrir heridas. Los dirigentes argentinos lo ven como
otra provocación, a la que tienen que responder. El 14 de febrero, en Clarín,
el internacionalista Jorge Castro atribuía la reactivación del conflicto
diplomático en los últimos meses a cuatro factores: el nuevo contexto
internacional tras la crisis financiera global de 2008; la probada riqueza
pesquera y, sobre todo, la posible riqueza petrolífera de la zona; la recobrada
influencia de Argentina en la región; y la autonomía creciente de la Autoridad
Política de las islas. Otros ven en la tensión actual intentos de uno y otro
país de desviar la atención de sus problemas internos. En Argentina algunos han
visto siempre en las raíces de los Kirchner, en la Patagonia, la región
argentina más próxima al archipiélago, una explicación de su interés especial
por mantener vivo el conflicto.
Afirmar que ha terminado la hegemonía unipolar
estadounidense y que «su lugar lo ocupa ahora una nueva plataforma de
gobernabilidad del sistema mundial, el G-20 (…), de la que Argentina es
miembro» encierra una parte de verdad y, a la vez, es una simplificación de una
realidad mucho más compleja. Deducir de ello que Argentina está en mejores
condiciones que hace 30 años para ganar al Reino Unido en un pulso, diplomático
o militar, sobre las Malvinas, sería otro trágico error que no depararía nada
bueno para Argentina ni para sus amigos, entre los que se encuentra España,
primer inversor hoy en el país.
Pensar que, con el desplazamiento del centro neurálgico
global hacia Asia y el Pacífico, Reino Unido —por su necesidad creciente de los
mercados asiáticos y brasileño— no volvería a impedir con todos sus medios un
cambio forzado del estatuto internacional de las Malvinas sería otro trágico
error, que la democracia argentina de hoy pagaría tan caro o más que la
dictadura militar de Galtieri en 1982. Como democracia y productor importante
de alimentos, Argentina está mejor situada en el sistema internacional hoy que
entonces, pero no para enfrentarse a Reino Unido. Si lo hace, volvería a
encontrarse sólo con el apoyo retórico de América Latina. La UE, la OTAN, EEUU
y las grandes potencias asiáticas no moverían un dedo en su favor, como no lo
hicieron hace 30 años. Dejando su futuro, como el gibraltareño, a su voluntad,
Reino Unido mata dos pájaros de un tiro: se carga de razón moral y democrática,
y sigue controlando un territorio estratégico.
Si todas las guerras árabe-israelíes, menos la de la
independencia (1948), se pueden explicar por el control del agua, las
principales tensiones entre Argentina y Reino Unido por las Malvinas desde la
llegada de los Kirchner a la Casa Rosada en 2003 están relacionadas con el
petróleo. Tras la derrota de 1982, la petrolera argentina YPF perdió el
monopolio en el suministro de energía a las islas y la aerolínea LADE el
servicio exclusivo de vuelos que había tenido desde Comodoro Rivadavia a Puerto
Argentino (Port Stanley) desde 1971. Tras confirmarse la posibilidad de unas
reservas de 60.000 millones de barriles en el subsuelo del espacio marítimo del
archipiélago, Londres y Buenos Aires firmaron un acuerdo en 1995 que fijaba los
términos de exploración y explotación de dichos recursos, pero Argentina se
retiró unilateralmente del pacto en 2007.
Para Reino Unido, gobernado hoy por el mismo partido
conservador que abanderó, con Margaret Thatcher en Downing Street, la respuesta
militar masiva del 82, el 30 aniversario es una oportunidad de reafirmarse como
gran potencia a pesar de los cambios neurálgicos en el sistema internacional de
los últimos decenios. En lo que los kelpers llaman el campo, el príncipe verá
de primera mano por qué nadie —franceses, españoles, argentinos y, finalmente,
británicos— se tomó en serio durante siglos unas islas en las que, en 1982, por
la locura de una dictadura criminal obsesionada por legitimarse con una guerra
nada menos que contra la segunda potencia militar del mundo, se perdieron 907
vidas en nueve semanas: 649 argentinas, 255 británicas y tres de civiles malvineses.
Sin la esperanza del petróleo y la riqueza pesquera,
Malvinas seguiría siendo un pueblo, Puerto Stanley, rodeado de ariscos, rocas
peladas, sin apenas un árbol, medio millón de ovejas y un puñado de pastores,
atracción turística por sus colonias de leones marinos y pingüinos, y poco más.
En el pueblo (town), el príncipe tuvo la oportunidad de visitar la cárcel, con
dos o tres presos, la comisaría, el café-salón de té, el campo de fútbol y una
escuela de primaria y otra de secundaria, con un total 250 alumnos que, en este
curso, por primera vez, estudiarán español como asignatura obligatoria.

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