En la penosa cotidianidad de los venezolanos toda situación termina con exclamaciones asociadas a: ¡Aquí tiene que pasar algo! Que en un país arrastrado a la miseria y cuyo  himno nacional inicia con “Gloria al bravo pueblo que el yugo lanzó”, no hubiese pasado nada, es lo menos, extraño. Definitivamente muchos esperan “algo” de “alguien”.

En la confusión, también se suma la rabia impotente y un estado de indefensión ante una situación que oprime y subyuga a los venezolanos, quienes parecieran que absortos en la vorágine de la angustia, esperaran a un otro, a un algo, a un algo-otro salvador que se levante a cambiar la película. Ese estado, mezcla de confusión, indefensión y angustia, deriva de algo muy íntimo y oculto, de una de las más fuertes prisiones de la voluntad humana: El miedo.

El miedo es una emoción natural de varias especies animales, y particularmente humana que surge como una alerta para la supervivencia de la especie, pero cuando es irracional, paralizante y  recurrente, impide la acción y aunque parezca paradójico, solo la acción lo vence. El miedo alerta a una gacela a huir despavorida de su depredador; produce la acción de correr, pero en determinadas condiciones produce su parálisis. En nuestro caso, el miedo como producto de una estrategia gubernamental, internalizado en la psique de una masa social, como efecto subjetivo y político, no es ya de una dimensión natural, personal o eventual.

Es aciago, acecha y desdibuja los límites entre la realidad y la fantasía. La dominación por medio del miedo siempre tiene mucho de lo siniestro y religioso. Generar esa angustia paralizante como forma de control social es propio de los Gobiernos en toda sociedad de clases. Las condiciones históricas determinan su intensidad. Algunos métodos son subliminales, sutiles e imperceptibles, mientras que otros son más crueles, violentos  y evidentes, tal como sucede de manera más abierta en Venezuela. Al perder la popularidad y las posibilidades de engaño y persuasión, los Gobiernos recurren abiertamente a la amenaza política y a la fuerza represiva para generar una condición social de terror, facilitando así el ejercicio de la dominación extrema por la vía de subyugar la voluntad de acción. Se pretende que toda intención de transformación y cambio sea frenada, anulada, aniquilada por el miedo. Los efectos psicológicos quiebran la confianza, se obnubila la conciencia, no se puede ver la fuerza de la organización, de la lucha sistemática, no se ve futuro y se desdibuja el pasado. El miedo no es libre, como se dice popularmente. Por el contrario, es prisión, es angustia anticipatoria que paraliza.

En Venezuela, la amenaza política incesante es expresada, en primera instancia, en el discurso político (demostrable en cualquier alocución de cualquier vocero del régimen venezolano), es transmitida sistemáticamente a través de los medios de comunicación, es ratificada en la militarización de las instituciones (con lo que se envía un mensaje de fuerza y poder), pero también es ejecutada mediante grotescos procedimientos represivos (con el despliegue de las fuerzas militares y policiales extremadamente visibles, numerosas, excesivas), y a través de despidos, arbitrariedades, detenciones y persecuciones. Se crea un ambiente que condiciona y se asimila como “terrorífico” en gran parte de la población.

La gente se engancha enfermiza e inconscientemente en el juego del miedo y le hace un inmenso favor a la dictadura, entendida ésta también como cualquier forma de Gobierno en el que una clase ejerce el dominio sobre otra. También, algunas fuerzas políticas aparentemente opuestas, quienes desde su temor a las mayorías empobrecidas y a sus intereses de clase, refuerzan con conciencia el miedo, lo difunden, asumen las condiciones que impone el opresor y las reproducen como algo «dado». La racionalidad se perturba y se distorsiona la realidad en la gente. De allí las fantasías de algo que resuelva mediante salidas milagrosas y mágicas: mágicas y religiosas; mágicas y uniformadas; mágicas y mesiánicas; mágicas y extranjeras. Internalizadas ya las estructuras de poder en la población temerosa, se disemina la impotencia, divulgan cadenas religiosas, rumores fatalistas, dramas novelescos, se refugian en la oración que sacará al país de la crisis o en la idea que un organismo internacional hará lo que el pueblo “no puede” (no debe), fortalecen el miedo mientras hacen catarsis disfrazadas de protestas, y la voluntad entonces aparenta permanecer doblegada.

El miedo a la acción

La criminalización de algunas formas de lucha y las pseudoprotestas aparentemente cándidas, confusas, que usan la paz como un fetiche, implorándola como delegación del poder omnímodo, ocultan el miedo y lo anclan. Son formas que buscan fortalecer determinadas estructuras de poder y convalidar así el terror. El régimen, represivo por naturaleza, promueve la idea de ser el único que garantiza el orden, la paz y la sobrevivencia. Se merma así la confianza en la fuerza del pueblo y sus posibilidades de transformación y cambio. Por eso, uno de los efectos termina siendo la dificultad para organizarse, para desarrollar formas de luchas colectivas y su necesaria diversificación. No hay confianza en los otros ni en la unidad para la acción. Solo se estimula la espera de un milagro, del salvador, y el diálogo se convierte así en un segundo fetiche que frena la idea de la acción colectiva. Delega de forma sutil la acción de las mayorías en la representación de unos “ungidos” que se entenderán con el poder a fin de lograr lo que la acción de las mayorías está “impedida” de hacer. Afortunadamente, nada es total, ni permanente.

Cuando se vence el miedo, las amenazas políticas y la violencia del opresor pierden su poder. Toda relación social de poder, más temprano que tarde, ha de enfrentarse a un contrapoder, y a sus diversas formas de resistencia. No es posible lograr un sometimiento absoluto ni permanente de la voluntad humana, mucho menos de la voluntad colectiva. Invariablemente germinará y/o resurgirá una vanguardia y con ella, formas de organización realmente democráticas para enfrentar la tiranía.
Así como el influjo de la religión sobre la sociedad, la acción de ésta se basa fundamentalmente en estimular el miedo a lo supremo y dado por Dios, al designio divino en el terror al pecado, o el miedo a la consecuencia divina de la acción humana. La religión sustenta su fuerza y fe en el miedo y no en el amor entre iguales o el amor (y su consecuente igualación) con Dios. Así, en nuestra sociedad se infunde a través del miedo una ruptura psicológica con la figura del poder, y una especie de terror a desafiarlo. Se trata de no identificar al poder con la fuerza de las mayorías. Y como el miedo a Dios suplanta por obra humana el amor a éste y su consecuente igualación e identificación, el miedo al poder político busca provocar ese distanciamiento entre la acción de las mayorías y el poder que estas están en capacidad de ejercer mediante su acción decidida. Se busca alejar de la idea y sentido del poder a quien realmente está en capacidad de ejercerlo de manera más plena, las mayorías organizadas.
Pero todo poder en algún momento es desafiado, incluso el poder divino. En todo proceso de dominación sobre una población estará presente una fuerza emergente que se le oponga. Pueden reprimir esa fuerza por determinados momentos, pero reprimirlo no es doblegarlo definitivamente, y mientras exista vida humana y sangre en las venas, las fuerzas opuestas de manera natural volverán a insurgir, hasta lograr nuevas condiciones para el cambio.

El miedo implantado y propagado, siempre será desafiado por el espíritu rebelde y transformador y esta condición también se propaga, se colectiviza, elevándose simultáneamente los niveles de conciencia y de organización en la sociedad. El ejemplo se socializa, prende en la voluntad del pueblo. Se contagian el ánimo y la valentía, las acciones más emblemáticas y las propuestas de trasformación se hacen colectivas y se conjugan, se desnudan los dispositivos ideológicos, lo irracional, lo mistificado, pierde su influencia, se deja de esperar algo de alguien, se recupera la entereza y se abre el espacio a la lucha firme y articulada para transformar las condiciones objetivas que tanto tiempo han agobiado.

La organización y el vencimiento del miedo dan pie a la acción política y a cambios subjetivos. Se descubre con claridad que con la presión popular, que con esa potencia engranada en una unidad superior, amplia y organizada, los Gobiernos totalitarios, los regímenes y las dictaduras, son derrotados. Se articulan fuerzas para crear nuevas circunstancias nacionales, para la reconstrucción o la transformación.  La paz deja de ser fetiche para el cultivo del miedo, y pasa a ser una condición objetiva y subjetiva, una nueva sociedad es, entonces, un firme propósito, más allá del terror en un momento diminuto de la historia.

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