En febrero de 2009, el Parlamento italiano ratificó, con los votos favorables del centro-derecha y el apoyo de casi toda la oposición de centro-izquierda, el Tratado de Amistad, Asociación y Cooperación con Libia. Silvio Berlusconi pidió perdón a Muamar el Gadafi por la ocupación colonial (1911-1943), prometió indemnizar a Libia con 5.000 millones de dólares en 20 años y ambos líderes abrieron una nueva e intensa fase de entendimiento económico y político.

       

      En esencia, el pacto se resumía así: «Yo te vendo el 28% de mi energía, capitalizo tus empresas en apuros y controlo las salidas de inmigrantes, y tú me modernizas el país». Desde entonces, 180 empresas italianas han emprendido negocios en Libia, los petrodólares del coronel han entrado en numerosas compañías italianas, muchas de ellas estatales, y las patrullas conjuntas en aguas libias frenaron en 2010 en un 90% las llegadas de refugiados a Sicilia.

    Con el estallido de la sublevación en Bengasi, el lugar donde se firmó el tratado en agosto de 2008, la posición de Roma ha oscilado entre el miedo a perjudicar sus negocios y la obligación de no apartarse de la línea marcada por Estados Unidos. La sensación, desde que Berlusconi declaró que no pensaba «molestar» a Gadafi, es que Italia y Libia están jugando un doble juego de difícil solución.
    Contra el criterio de la Unión Europea y lo decidido por Reino Unido, EE UU, España, Francia y Austria, Roma solo vigilará, pero no congelará, las participaciones que mantiene el régimen libio en el país. Entre ellas, destacan el 7,5% en Unicredit, el mayor banco italiano y del que Farhat Bengdara, gobernador del Banco Central de Libia, es vicepresidente desde 2009; el 1% del capital de la petrolera ENI, que opera en Libia desde 1956, y el 2% de Fiat Auto y del gigante estatal de Defensa, Finmeccanica, operación esta cerrada unas semanas antes de que empezara la revuelta.
    Además, fondos como el Libyan Investment Authority e instituciones manejadas personalmente por Gadafi controlan el 40% de la constructora mixta Libco (con Impregilo); el 67,5% de la Banca Ubae; el 14,9% de la empresa del sector de telecomunicaciones Retelit; el 100% de la petrolera Tamoil Italia, y dos equipos de fútbol: el 7,5% de la Juventus y el 33% de la Triestina Calcio.
    En los últimos días, Gadafi ha resucitado la retórica nacionalista para atacar varias veces a Italia y a Berlusconi. Pero a día de hoy nadie sabe en realidad si su poderoso embajador en Roma, Hafed Gaddur, perno de las inversiones italianas y mentor de su hijo Saif el Islam, ha desertado o no. Hace 10 días, Gaddur arrió la bandera de la yamahiriya en la legación de Via Nomentana y mandó izar la enseña monárquica. Dos horas después, la quitó. Hoy sigue sin bandera, pero es de las pocas embajadas que permanece en contacto con Trípoli.
    La razón es obvia para Tito Boeri, profesor de Economía en la Universidad Bocconi de Milán: «Italia es el primer socio comercial de Libia. Gadafi es nuestro primer suministrador de petróleo (un 20% de lo que importamos) y el tercero de gas (un 10%). En 2010 aumentamos un 20% las importaciones mientras las exportaciones crecían casi al mismo ritmo».
    Hace 13 meses, durante una cumbre de la Liga Árabe, Berlusconi besó en público la mano de Gadafi. Aunque este se la limpió luego en la túnica, fue un gesto para la historia. Días después, el magnate italiano elogió al coronel durante una entrevista a Nessma TV (brisa gentil, en árabe), un canal por satélite que emite desde Túnez para cinco países del Magreb. Berlusconi es dueño del 25%. Quinta Communications tiene otro 25%; Berlusconi y Gadafi son socios en Quinta.

    Difícil saber ahora qué pasará con ese y otros negocios bilaterales. Según Boeri, «la historia nos enseña que la gestión personalista de la política exterior resulta tan delicada como mezclar los intereses públicos y los privados».

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