En los últimos días se ha incrementado el grito de rechazo a las formas de “violencia” como instrumento de confrontación política. En este sentido cuando se habla de “violencia” se reduce su definición a unas formas de violencia que son condenadas cuando vienen de determinados actores. Actores que no gozan de la legitimidad y legalidad para ejercer esta violencia, ocultando o minimizando la violencia ejercida por actores que gozan del privilegio de las armas y por lo tanto de la violencia, es decir, cuando es ejercida desde el poder, desde el estado.

Es importante definir entonces con más precisión lo que significa e incluye el término Violencia y el papel que tienen diferentes actores en su desarrollo, estímulo, mantenimiento o erradicación.

La palabra violencia viene del latín violentilla, y se refiere a todo comportamiento deliberado que pretenda provocar daños físicos o psicológicos, a través de la intimidación, amenaza o uso de la fuerza física u otras, a otros seres humanos. Nos estamos refiriendo a conductas realizadas por seres humanos por acción u omisión que privan a otro de igualdad de derechos y libertades e interfieren con su máximo desarrollo y libertad de elegir, e incluso de la emergencia de su unicidad como persona.

La Organización Mundial de la Salud la define como: “Uso deliberado de la fuerza física o el poder, ya sea en grado de amenaza o efectivo, contra uno mismo, otra persona, o un grupo o comunidad, que cause o tenga muchas probabilidades de causar lesiones, muerte, daños psicológicos, trastornos del desarrollo o privaciones”

Muchas veces confundimos la violencia con la agresión y las tratamos como sinónimos, pero la agresión se refiere a una emoción que se expresa en conductas cuyo objetivo es dañar a una persona o a un objeto. La agresión es un comportamiento primario de todos los seres vivos y que es necesaria para su supervivencia. La violencia, por su parte, es exclusiva de los seres humanos y está cargada de racionalidad e intención.

Existen diferentes tipos de violencia según su origen y sus actores, por lo que cuando hablamos de violencia siempre estamos hablando de la existencia de algún conflicto. Como dice Galtung, puede haber conflictos sin violencia, pero nunca encontraremos violencia sin conflicto.

Vista desde su origen existen tres tipos de violencia: La directa, la estructural y la cultural. Hablamos de violencia directa cuando nos referimos a la parte visible del comportamiento, a los actos de violencia que causan un daño directo sobre las personas destinatarias. La violencia estructural, por su parte, se refiere a los sistemas sociales, políticos y económicos que gobiernan las sociedades. La ejecución de este tipo de violencia se produce por mediación e intervención de instituciones o estructuras. Ocurre cuando, por ejemplo, el bienestar de una población puede conseguirse a través de la organización del Estado pero este no lo cumple dejando insatisfechas las necesidades de la población. La pobreza es un buen ejemplo  de una violencia estructural, ya que el Estado no garantiza el acceso a bienes como alimentos, medicinas, agua, vestido, seguridad, habita, educación e insumos de todo tipo necesarios para la vida digna. De igual forma es violencia estructural la represión política que ocasiona vulnerabilidad de los derechos humanos como: el derecho a la libertad de conciencia, expresión, justicia, libre tránsito entre otros. La alienación que impide el conocimiento y posibilidad de cuestionamiento ante la imposición de una ideología dominante y hegemónica es otra expresión de la violencia estructural.

La violencia estructural se relaciona con la violencia directa de manera proporcional a la parte del iceberg que se encuentra sumergida en el agua. Así tenemos la violencia cultural o superestructural que promueve formas de violencia estructural o directa y que nace en el ámbito simbólico desde las ideas, las normas, los valores, la cultura, la tradición como aceptación natural o justificación de las situaciones violentas. La cultura legitima la violencia directa o estructural al convertirse en una coartada simbólica manifestada en ideologías, arte, ciencia, leyes, religiones, educación, política, lenguaje y/o en la correlación de éstas.

Nos encontramos también como parte de la violencia superestructural en el discurso político, que utiliza el lenguaje para legitimar leyes o ideologías que afecten a una parte importante de la población y que debemos identificar como lo que son: formas simbólicas de la violencia política. En estas encontramos mecanismos como la naturalización, invisibilización, la insensibilización y el encubrimiento de la violencia llegando incluso a disfrazarla de buena o necesaria, como pasa con la violencia contra las mujeres, contra  niñas, niños y adolescentes, contra las personas pobres, contra las y los diversos y con particular fuerza, contra la disidencia política e ideológica.

La  violencia simbólica es “Esa coerción que se instituye por mediación de una adhesión que el dominado no puede evitar otorgar al dominante (y, por lo tanto, a la dominación) cuándo sólo dispone para pensarlo y pensarse o, mejor aún, para pensar su relación con él, de instrumentos de conocimiento que comparte con él y que, al no ser más que la forma incorporada de la estructura de la relación de dominación, hacen que ésta se presente como natural” (Bourdieu 1978). Las personas actuamos en complicidad de la misma, inmersos en la dominación sin darnos cuenta.

La violencia simbólica utiliza en particular el lenguaje y aunque es menos tangible, no por eso produce menos efectos y reacciones en las personas. Los  símbolos verbales impactan a las personas en sus tres dimensiones de existencia: real, simbólica e imaginaria, imponiendo un orden a la realidad y eliminando toda posibilidad de autonomía y desarrollo personal y colectivo que genera profundos niveles de frustración que, de una u otra manera, romperán el dique que les contiene y terminarán con actos de violencia contra esta imposición como respuesta obligatoria.

Quien tiene el poder utiliza la violencia estructural, cultural y directa y también la simbólica en su discurso para dominar. Lo hace por medio de la “descalificación constante, la imposición de opinión o su silenciamiento, la interrupción, la banalización, la falta de reconocimiento, la invisibilización de los intereses y de las necesidades del otro, etc. Si bien puede argumentarse que de esta agresión no hay ni heridas ni sangramientos visibles, la violencia simbólica propende a derivar en ataques físicos, muchas veces en términos correctivos”. Esta violencia ejercida desde el poder tiene en su haber la “intencionalidad como tendencia a la malignidad y ofensa dirigida hacia el otro o la otra con ímpetu, intensidad, destrucción y perversión; otro que se considera más débil, vulnerable o dependiente, lo que nos refiere a relaciones de poder en al ámbito de la violencia” (Trabajo de Grado-Psicología-UCLA- de Planas y Villazmil, 2015)

Podemos entonces decir que la violencia es una acción destructiva física o simbólica contra otra persona o contra sí misma, que tiene un origen estructural y que se construye socialmente según códigos simbólicos compartidos que configuran el sentido común de un colectivo, en un tiempo y lugar históricamente definido.

En Venezuela tenemos 18 años con un discurso político que ha impuesto la asignación de atributos a la disidencia política con la intención de negarles como semejantes, denigrar su condición social, construirles así una identidad social despreciable que justifica su aniquilación. Junto a este discurso está la realidad incontrastable que se manifiesta en altos niveles de criminalidad, delincuencia, muerte, inseguridad ciudadana, escasez de alimentos y medicinas, inflación, hambre, restricción de los derechos humanos a la vida, la salud, la alimentación, el trabajo, la expresión, la información, derechos políticos y un exabrupto abuso de poder militar y civil con altos índices de impunidad.

El pueblo venezolano ha reaccionado como población inconforme rebelándose por medio de protestas públicas  con la intención clara y política de salir del régimen. Lo ha hecho con una fuerza particular desde el 2014. Ha sido reprimido con una violencia brutal, dejando un saldo de personas jóvenes asesinadas, presas, torturadas y enjuiciadas injustamente. En 2017 se manifiesta de nuevo la rebelión del pueblo, esta vez de manera generalizada y por más de 60 días continuos, en todo el territorio nacional  y en todas las clases y sectores sociales. Hoy en medio de este nivel de conflictividad la violencia se ha convertido, en muchos casos y momentos en necesidad de sobrevivencia y respuesta ante las  violencias desde el Estado desplegadas en todas sus formas y manifestaciones más perversas.

No se trata de justificar actos violentos, que disminuyen en más la condición humana, pero sí de explicarla concienzudamente y saber que hoy es necesario tomar partido e identificar cual violencia en particular se rechaza. Ya que rechazar la violencia hoy en día no puede ser un acto genérico, pues estamos en medio de una rebelión democrática con visos ya insurreccionales. No podemos rechazarla per se, ya que se corre el riesgo de convertir ese acto, en sí mismo,  en un acto de violencia. La escalada del conflicto social en Venezuela está sustentada en políticas de Estado que han privilegiado a ciertos grupos de la población en desmedro de otros y está relacionada con actos de extrema violencia de las fuerzas de seguridad del Estado hacia la población civil y desarmada: PNB, GNB, grupos paramilitares  e incluso el Ejército, bajo la directriz del ejecutivo nacional como autor intelectual. El gobierno está siendo protagonista material de una violencia deleznable. Violencia que hoy es muy difícil ocultar. Es por eso que debemos con transparencia plantear a quienes critican la legítima respuesta de quienes se defienden de la violencia gubernamental “¿de cuál violencia hablas?”

 

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