Cuando leí que la dirigencia de VP declaraba haber revalidado su partido con éxito en 23 de los 24 estados «holgadamente», pensé que la estrategia de declarar la desobediencia ante el CNE perdía sentido. Pero más allá de la hipérbole discursiva que busca, a todo dar, la impresión de “victoria”, otro cuestionamiento me asaltó. Aquel discurso furibundo sobre la “abyecta dictadura” que somete a Venezuela, se nos desencajaba. La ruta electoral parecía ganar terreno y la “necesidad histórica” de la revalidación de los partidos políticos parecía tornarse el Ikigai inevitable de la dirigencia opositora. Así transcurrieron estos negros días de reflexión.

Otro asunto adicional me inquietó. El criterio según el cual la decisión de revalidación de las organizaciones políticas descansa en la dimensión, extensión y capacidad orgánica de un partido -o sobre su capacidad financiera para acometerla-, parecía dominar la escena. Los que decidieron no revalidarse, bajo este criterio, simplemente “no tienen con qué”. Esta premisa nos situaba en la disyuntiva filosófica sobre el sentido político que nos había movido a militantes hasta ahora. La militancia mercantil parecía tener dominio absoluto de la escena. La lógica axiomática nos intentaba secuestrar nuevamente el pensamiento.

Se hizo necesario entonces determinar varios asuntos. De la Venezuela-Dictadura, aquella en la que urgía el cambio político y de rumbo económico, que pasaba indefectiblemente por el cambio de Gobierno, ¿qué ha quedado? Sin duda, ese razonamiento axiomático de la revalidación adquirió entonces varias aristas a diseccionar.

La realización de los partidos políticos en Venezuela, hoy, en este momento histórico y no en otro, ¿es su realización electoral? ¿Es ese el sentido de un partido democrático y libertario en estas circunstancias? Los cuestionamientos respecto a la “impostergable necesidad de aplicar la Carta Democrática” parecen descartarlo. Sin embargo, quienes alzan aquél discurso de necesidad urgente de intervención extranjera, son los mismos que en el tablero echan mano al peón de las elecciones. Poco a poco esa “Carta” ha devenido en una presión por elecciones y ya no en la demanda de un cambio de Gobierno. Caben entonces tres interrogantes nuevas. ¿Habrá elecciones democráticas? ¿Unas elecciones están en posibilidad de producir un cambio real? ¿Serían democráticas unas elecciones en estas condiciones?

¿Pero entonces de qué criterio nace tal decisión? Los partidos que determinaron revalidarse bajo estas condiciones tienen un único desiderátum: el interés de su partido, es decir, de su existencia particular como partido electoral, como partido del sistema, de este sistema y no de otro. El criterio de su preservación particular, incluso en estas condiciones, priva incuestionablemente.

Podemos interpretar positivamente que esta definición existencial está precedida por el afán altruista de un verdadero cambio político, y la revalidación propendería a “legitimar” una estructura que, bajo aquél criterio, sería el instrumento de ese cambio. Pero nos regresa siempre a la interrogante: ¿es el escenario electoral la única posibilidad real de cambio político en Venezuela en estas circunstancias? Ya algunos lanzan orgullosos sus candidatos a la contienda, ante la indiferencia inevitable de los millones de ciudadanos que hacen cola por un pan.

La legitimación de un partido político no se realiza solo como un hecho jurisdiccional ante tal o cual institución. Menos cuando esa institución es todo menos democrática. Son sus planteamientos, su programa político, los intereses de clase que representa y a quiénes se debe. Incluso, la valoración sobre su extensión cuantitativa, algo sujeto a múltiples determinaciones histórico políticas, no es lo que priva en la existencia y legitimidad de un partido político. Su sentido histórico y de clase siempre será la determinación principal. Y aquí agregamos que un partido político no es únicamente sus siglas o consignas tácticas.

Debemos entonces agregar que el leitmotiv de los partidos políticos es el poder. Pero cuando no existe diferencia sustancial entre la forma de ejercicio del poder de quien lo posee, y la forma en que lo ejercerían quienes aspiran su control, entonces es posible compartirlo ya que se forma parte de la misma forma-poder establecido, pero como «competencia», contraparte, pieza de recambio que clama fundamentalmente por una hegemonía circunstancial. Cuando la hegemonía del poderoso queda en cuestión, y solo entonces, compartir el poder se hace posible objetivamente, y obliga a poderosos y aspirantes a pactos de compartimentación del poder político. También queda la posibilidad de una discrecional disposición de compartirlo, pero ese es un cuento de hadas. ¿Acaso será ésta la aspiración de buena parte de los partidos opositores?

Pero cuando un partido se plantea el poder político en un sentido contradictorio, y en tal, su objetivo no es el poder establecido, sino el cambio radical -y por tanto revolucionario- del poder político y su forma de ejercerlo, entonces, y solo entonces, esa lucha por el poder político adquiere una dimensión distinta, histórica, universal, y hace de ese poder «conquistable» una totalidad indivisible que anula objetivamente la posibilidad de su compartimentación. Ya no es posible compartir un poder que será destruido en su forma concreta, para dar paso a una nueva forma de organización de la sociedad y, por tanto, a un nuevo poder.

Venezuela está sometida no solo a una estafa general en relación con el tipo de poder político que se ejerce; una mascarada de socialismo declarativo sirve de disfraz para el fraude de un grupo de mafias que timaron al país en sus aspiraciones de cambio revolucionario desde 1998 hasta acá. Además, se engañó vilmente con el uso del voto para legitimar la vulgar dictadura de un grupo económico y político. Sin embargo, durante las duras luchas escenificadas entre 2014 y 2016, el carácter dictatorial del grupo gobernante quedó desnudo. Y con las decisiones en materia electoral, invalidación de partidos vía TSJ, intervención de organizaciones políticas y judicialización de sus asuntos internos, además de las propias decisiones en materia de legalización de partidos, se desnudó también su fraude de velo democrático.

Hoy, desde economistas liberales hasta el común de los ciudadanos, han desechado progresivamente aquel mote de «socialista» o «comunista» del que con tanto afán procuraron barnizarse los chavistas gobernantes. Salvo excepciones rabiosas de propaganda de baja factura, ya hay claridad en el carácter mafioso, militarista y despótico, de quienes ejercen el poder político en el país. «Capitalismo salvaje y criminal» dicen hoy cada vez más voces. La forma-poder, esa que ha penetrado todo el cuerpo social, hoy se realiza en el pensamiento común en una definición cada vez más generalizada: Venezuela ha devenido en una sociedad de atropellos y empellones en la que la violencia irracional se impone a golpes sobre la razón, la civilidad y la humanidad.

Entonces, la revalidación de los partidos, a la luz de lo descrito, adquiere una significación concreta. Es el reconocimiento implícito de unas condiciones que pueden disfrazar de «democrático» el ejercicio del poder en favor de quienes lo detentan; es el reconocimiento implícito -y estímulo insano- de una esperanza electoralista que supone la posibilidad de ejercicio del poder «parcial» en estas condiciones; es objetiva e ineludiblemente la legitimación del poder constituido, su reconocimiento y la disposición manifiesta de compartirlo mediante algún mendrugo, representando en alguna alcaldía o gobernación que garantice una mínima clientela electoral, y el usufructo minúsculo de las mieles de la corrupción. Algo que pareciese una apuesta «heroica», termina por ser la revalidación de una mascarada para la continuidad dictatorial. Es la aceptación claudicante de las condiciones del opresor, pero además le añade un tiempo en el que la recuperación de su caudal electoral es posible, sea por vía de un remozamiento, o por vía de la amenaza y/o compra abierta de la voluntad electoral.

Aceptar las condiciones del proceso de renovación -rechazado incluso por importantes partidos chavistas que han compartido porciones menores del poder-, es una forma inocultable de capitulación parcial. Ya no se trata de legalidad, sino de legitimidad frente a un poder ejercido de manera arbitraria cuyo fin último es el poder en sí mismo, como un asunto separado del propio cuerpo social y su movimiento histórico, y cuyo único sentido es el ejercicio infinito de la dominación y el usufructo material que aprovecha una camarilla gobernante. ¿Es este entonces un “sacrificio heroico” coherente con la aspiración de cambio que alberga la sociedad venezolana? ¿Es reflejo genuino de un acto de desprendimiento y entrega de estos partidos a la causa de Venezuela y su necesidad impostergable de redención y justicia? ¿O es una apuesta particular a compartir, así sea a dentelladas, el mismo poder que hoy oprime y sojuzga de manera ruin al pueblo venezolano, bajo el argumento de que “poco a poco” es posible arrebatar el poder?

Venezuela tendrá que despertar tarde o temprano. En este penoso proceso se hará cada vez más nítida la disyuntiva: los poderosos o los desposeídos. Nuestra militancia sigue indoblegablemente al lado de los desposeídos, negados a compartir las migas de esta forma de ejercicio del poder. Del lado de quienes apuestan mayoritariamente por Venezuela, por su necesidad de cambio radical y de un nuevo poder. Mi partido es entonces apenas un instrumento. Su validez descansa en sus intereses y la actuación consecuente respecto a estos. Entre el futuro del país y la revalidación de mi partido, finalmente he alcanzado claridad.

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