Cuando despegó el avión hacia Rusia (¿O a China?) un Guardia Nacional Bolivariano tomó la foto y la envió a un amigo para que la subiera al Tuiter. El Presidente salía del poder y la gente no sabía nada aún. Por sucesión constitucional, el presidente de la Asamblea Nacional asumiría el mando. Desde un principio estaba en la hoja de ruta acordada.

Durante meses previos, declaraciones críticas desde las entrañas del oficialismo, favorecidas profusamente por los periodistas opositores, habían dinamitado toda posibilidad de conciliación y un grupo importante de exministros del gobierno anterior habían hecho fiesta. Todos señalaban los graves errores cometidos por el Presidente. La forma en que hablaban y las denuncias que hacían los colocaban como “críticos agudos” de la crisis que se había generado por los graves errores cometidos. El cinismo se abría paso en la desmemoria social, incluso con aire de salvación. El descontento interno encontraba cauce y mientras el río se hacía más ancho, se hacía menos hondo.

La foto no tuvo mayor credibilidad al principio pero generó la curiosidad periodística: fue suficiente. Se hizo un rumor cada vez más extendido. La mañana aún no comenzaba pero varios repiques incesantes despertaban a la política de su plácido sueño. “Cayó el Presidente”, “Se fue del país”, “Golpe de Estado”, pero nadie aseguraba nada.

De pronto, el anuncio de una cadena nacional deslagañaba a la nación. El pequeño y parco presidente de la Asamblea Nacional, daba la noticia: el Presidente ha abandonado el país y ha renunciado a la presidencia de la república para dar paso a la solución constitucional y electoral a la grave crisis a la que hemos llegado producto de una serie de errores que estaremos dispuestos a enmendar. Asumiré, por mandato constitucional, la presidencia temporal de la República mientras el Consejo Nacional Electoral hace el correspondiente llamado a elecciones en los días que establece la propia Constitución. En ese instante las líneas telefónicas colapsaron. El desconcierto se hacía dueño de la calle y la foto de aquel soldado, en tuiter, se hacía viral en cuestión de segundos.

Los primeros días fueron intensos. Los enfrentamientos violentos, tímidos y estudiantiles, dieron paso progresivo a los llamados a la sensatez y a los repetidos anuncios de una solución electoral inminente que requería el “clima necesario”. La oposición (azules, amarillos, naranjas…) coincidía en la salida electoral convencida de su posible victoria. Pero el martes siguiente, una convocatoria de prensa de tres partidos disidentes del oficialismo daba vuelta a las redacciones y generaba un nuevo revuelo de desconcierto total. Un escándalo seguía a otro y a otro y a otro.

Habló el coordinador de una de las corrientes más críticas al Gobierno saliente asegurando la necesidad de “rescatar el rumbo que se perdió en la revolución”. Con sobriedad, uno a uno, los más firmes defensores del Legado hicieron escena llamando a la cohesión de las filas oficialistas en torno del eterno. Así, el Legado se hacía tendencia y el nuevo entusiasmo oficialista recogía el agua derramada. La esperanza perdida de la revolución encontraba nuevos bríos. “Al fin se oyó al pueblo”, gritaba una desamparada en la escena. Se había perdido el rumbo y era hora de retomarlo.

La unanimidad comunicacional se hizo estruendosa. Un mismo titular recorría de manera abrumadora todas las redacciones y portales, y desde la “crítica” acérrima los más recalcitrantes antirrevolucionarios elogiaban la declaración como “hito histórico” que anunciaba el comienzo del fin de la era oficialista. Pero al mismo tiempo y como tsunami, el Legado se hacía omnipresente en el boca a boca. Nuevamente la esperanza se adueñaba de los barrios, las calles, los autobuses, el metro.

El Presidente encargado había hecho aparición apenas dos o tres veces. Los medios oficiales se veían llenos de liderazgos locales, de dirigentes disidentes, de partidos alternativos que reclamaban la necesidad de rescatar el Legado. Los análisis de “cómo perdimos el rumbo” eran intercalados con pronunciamientos de voceros del poder popular. La política transcurría en la denuncia y la estridencia, hecha un show de “visibilización” que esta vez hacía un reality político sin precedentes. La campaña se hizo brutal porque fue justamente una contracampaña. Todo giraba en torno de lo que se había tenido que hacer; sobre lo que hubiese sido sí… sobre el Legado. Y el nuevo candidato, sereno como un diente roto, presentaba una propuesta de Gobierno de unidad nacional conformado por esos “críticos agudos” que rescatarían -experiencia mediante- la gloria, el rumbo, el eterno.

Cuando llegó el día de la elección un frío recorría el espinazo social. Todo indicaba el triunfo. Seguía un show indetenible, televisado, radiado, publicado, tuiteado, en el que la oposición hacía fiesta de su inminente victoria constatable en la “insalvable fractura” que acababa de hundir al oficialismo. No había dado tiempo de buenas encuestas pero como siempre todo estaba muy “cerrado”. La esperanza renovada en el rescate del Legado seguía curso indetenible.

En un avión, aquella madrugada, cruzaba por el atlántico una sonrisa cínica que ya había previsto el futuro. La caída era la hoja de ruta acordada. La foto había cumplido su papel, qué buen soldado ese muchacho. Todo fue tan rápido. El pasado se convertía en esperanza y ganaba nuevamente una elección.

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